Es más lento, el corazón se toma su tiempo, la mente busca con calma donde fijar la atención.
Por fin la casa llena de piano clásico. Se oye grandioso, nadie tiene prisa.
Me regodeo en el olor de las pijamas de los niños antes de sumergirlas en el agua. Disfruto su olor y su estancia, me permito añorarlos antes de tiempo. Y de esa añoranza punzante doy las gracias por la maternidad, por habernos conocido y compartido cuerpo, cama, plato, pocillo, alegrías y pesares.
En la cocina todo está sucio, el lavaplatos por más que nos turnemos para lavar, siempre está lleno.
La última tanda la lavó el pequeño Amaru, dejó todo grasoso y no lo volví a lavar, en honor a sus esfuerzos para lidiar con la esponjilla, el jabón y el peso de la olla grande.
Me apetece tomar el sol desnuda. Un nudo me ata la garganta, esa angustia recurrente. La imposibilidad de definirme a través de las acciones.
Acidez mientras me tumbo boca abajo, miedo al futuro. Miedo a perder esta linda casa y a perder nuevamente la tranquilidad.
Los retratos que pinto son ahora rápidos y contundentes, hay muchos platos por lavar y hay que barrer todos los días. Su carita sucia me distrae, sus patitas de cachorro me derriten cada tanto olfateando profundo entre sus coyunturas. Se me olvida que es un perro.
Las cosas van perdiendo poco a poco su nombre. Extensiones de nosotros mismos ahora . El pequeño Amaru descubre la paprika en las papas que antes comía mecánicamente. Entre palabra y palabra – que escribe en su cuaderno de tareas- una mecida en la hamaca. Silencio. Ella-la señorita bonita- piensa, no se en qué. Piensa mucho en su cama tendida , mirando por la ventana. Noto que no mira a ningún lado, pienso que observa el reflejo del sol sobre las piedras , imaginando su calor. No se anima a salir. Lee y piensa. A ratos se ríe sola.
Y yo desde mi silla frente al computador me debato entre ser quien hace o ser quien contempla.
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