Sus ojos se agrandaron.
Su mirada cambió.
El cigarro que tenía en la boca apuntó hacia el suelo.
Podía verla, como cada día, ya no con el aroma del café recién colado sino en la pantalla de escasos centímetros de mi celular.
Ella me decía que no tenía miedo a morirse, que sus 86 habían sido suficiente. Que acumuló todas las alegrías y tristezas que caben en una vida. Que estaba orgullosa de los suyos. Entonces, ¿por qué hacer cuarentena?
Y yo… tuve que ser cruel, no hubo remedio.
“Porque si te enfermas ahora, ninguno de tus hijos que ha tenido que emigrar podrá estar contigo”
Y el miedo, no a la muerte sino a la muerte llena de ausencias, la hizo quedarse en casa.
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