En la dulzura de los ojos del mar se reflejan los desastres del cielo, de él han caído todos los insípidos hombres con sus papilas sedientas de sabores leguleyos, reclamando justicia con extenuantes voces de amargura y posesión. A él, atribuyo todas las desgracias conspicuas. Solo él con elegancia sigilosa toma el control sobre la marea.
Los hombres batallan en las aguas del mar, esconden en sus profundidades sus más preciados tesoros, rinden pleitesía a un líquido rojo que se espesa precipitadamente ante el suave tacto de las manos de los niños, a los que ellos agradecen ante la ovación que les representa la danza roja, que se mueve al son de los cardúmenes de peces que mueren, y mueren, y mueren tras cada salpicadura. El cielo está triste, se mira en el terciopelo violeta producido por la mezcla de colores derramados en el mar.
Nosotros nos acongojamos, porque las banderas de las olas se ondean con fuerza sobre sus bastidores y en el silencio se escucha el estruendo de sus telas vivas. Hay un murmullo andante entre los ríos de agua, develando una pasividad fortuita que arruina cada pretensión de habitar.
Falta la sal de la vida, esa de la que tanto nos mofamos haciendo parte diminuta de ella. Faltan los otros, los humanos.
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