Cuando su vecino se volvió, Raúl se escondió rápidamente, pero no lo suficiente; por un instante pudo comprobar que había sido descubierto; incluso distinguió una sonrisa. No era la primera vez que miraba, y tampoco era la primera vez que su vecino también lo hacía. Ambos vivían en pequeñas y modestas viviendas interiores, situadas en la primera planta del edificio, cuyas ventanas daban a un angosto patio de luces; las suyas no le permitían ni siquiera asomarse y levantar la cabeza para ver el pequeño rectángulo de cielo que desde allí se podía distinguir porque el propietario, temeroso de que entraran a robar, había puesto verjas de hierro; pero para ambos era inevitable asomarse de vez en cuando a ese espacio porque no había otra manera de buscar algo de luz del día sin salir de casa.

Había llegado el confinamiento obligado por la pandemia; su relación con el vecino había sido hasta entonces de indiferencia y desprecio porque le caía mal, pero ahora, a raíz de la soledad que se había abatido sobre él, se asomaba de otra manera; sentía confusamente la necesidad de que algo cambiara para que ese encierro no lo sintiera con la desesperación de estar en la celda de castigo de una prisión; y por eso esta vez no le gustó ser descubierto.

El vecino también percibió el cambio; siempre se había preguntado por qué, hasta entonces, Raúl tenía esa actitud con él; no conseguía recordar nada que le hubiera podido molestar u ofender para que rehuyera de esa manera un trato cordial; siempre le había parecido una buena persona y eso le dolía; ese cambio lo alegró; lo percibió como un acercamiento.

Una semana después.

  • Hola Raúl.
  • Hola vecino – le respondió él abriéndole la puerta – ¿quieres pasar?, tengo cerveza fría en la nevera.
  • No gracias, quizás luego; voy a acercarme al super; dime si necesitas algo y te lo traigo.
  • 7-4-2020.

Miguel Angel Cervera Puertes.

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