¿Fue el mismo catorce, o el primer día fue el quince? En cualquier caso, a las ocho cero cero hubo uno que abrió fuego con el primer clap, y entonces fue fácil para otros sumarse al diálogo ya iniciado: clap, clap clap clap, y clap clap, clap, clap, clap, clap, sobre el espesor de un silencio como nunca antes.

Cuando abrí la ventana, además los vi. Como las hojas diminutas que parten el manto de nieve, y por obra y gracia de WhatsApp, asomaban aquí y allá los que eran mis vecinos, a los que iba a observar con detalle y en particular en días sucesivos. Esa tarde –del catorce o del quince– no tenían rostro, ni forma: eran espuma briosa del mar, levadura no calculada, empuje y garantía de un nuevo estado de cosas.

No voy a decir de una nueva realidad; realidad es una palabra grande. Aún no he podido creer en ella, por muchas noticias que devore y por muchos vídeos de insignes calles vacías que me envíen. No creo, porque mi astucia me susurra que esto no está pasando. Mejor no creer, no; apenas abandonarse al confort de los textiles, experimentar con bizcochos y croquetas, contemplar las horas que transcurren sobre ruedas bien engrasadas. Hoy se ha anunciado otra prórroga.

Me concedo unas pocas Coca-Colas al año. La Coca-Cola es un líquido marrón oscuro con burbujas, pero lo importante es el instante inmediatamente posterior a tirar de la anilla. Cuando la Coca-Cola dice: ¡Hey! Estoy aquí. Y todo es exquisitamente promesa que se está cumpliendo. La invitación privilegiada de lo refrescante.

Eso es lo que pasó el catorce o el quince, algo tan antiguo pero para mí nuevo, poliédrico, espectacular: la vida continúa.

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