Desde que decidí encerrarme, muchas cosas se han vuelto actos de fe. Gracias a los rayos catódicos, obtengo imágenes en movimiento del presidente, y asumo que se trata de él. Me cito con mi familia por Skype, y veo a mi padre y mi madre en el ordenador, a mi hermano y su novia en otro color. Tengo una cena romántica con dos pantallas de por medio. Recibo por WhatsApp las pertinentes instrucciones de desinfección. Y accedo a creérmelo todo. Ésta es la nueva realidad.

Aquí en el piso 13, hay una realidad previa que persiste, sin embargo. Que diría que ha tomado fuerza: son las gaviotas que parecen surcar el aire más bravas y en mayor número que antes. Las gaviotas que ya marcaban mi tiempo antes de todo esto, sobre las que he escrito tan a menudo.

Dejo en silencio Spotify: sus graznidos que se cruzan y se multiplican son mi música ahora, una música de ecos prehistóricos. Yo creo que están felices, que esto que veo y oigo es una fiesta. Calculo que saben, que se dan cuenta. Y la noticia es inmejorable para ellas.

Nosotros agazapados en hogares de cemento, ellas navegando el cielo alto. Siempre estuvieron por encima. Y ha llegado su momento de hacer más ruido que nosotros. De hacer valer su condición de salvajes. Porque, a pesar nuestro, la palabra salvaje siempre fue positiva.

Yo dejo las ventanas que miran al mar y a la ciudad abiertas de par en par. Lleva muchos años sin entrar una gaviota en esta casa. Pero espero el acontecimiento con optimismo. Con amor.

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