Me encontré espiando al conejo que, a diario, se colaba en el jardín. Siempre, a media tarde, paseaba tan ricamente por la parcela de enfrente, comía ramitas, saltaba los vallados, cruzaba la calle y, hasta se permitía el lujo de sentarse un buen rato en medio del paso de cebra.
Entró por debajo de la reja de obra. Dando unos saltitos, alcanzó el lugar en el que ,unos meses atrás , tendría su madriguera. Hacia sus caquitas, lenta y concentradamente. Cientos de bolitas. Sospeché que no era casualidad la elección del lugar. Era su venganza contra el operario de la excavadora empeñado en destruirle con la pala, una y otra vez, su madriguera. A continuación, repetía el mismo recorrido. Saltaba de un lado para otro, lamía sus patitas y se subía, tras varios intentos, a la valla de piedra para quedarse allí bien repanchigado tomando el sol del atardecer.
Ese día, no se decir cuál de la semana porque llegó un momento en el que el lunes era domingo y el jueves sábado, el conejo se quedó observándome, hasta es posible que se burlara de mi, mientras yo, con mi nariz pegada al cristal, le miraba con la boca abierta , con el aburrimiento y la apatía dibujas.
«Este conejo se ríe de mí», pensé .
Él ahí y yo aquí encerrada. Abrí la ventana, agarré con fuerza los barrotes de hierro de la reja que me impedían salir de casa. Metí la cabeza entre ellos. No podía avanzar. Las orejas me escocían .
–¡No me mires más, asqueroso ! –le grité .
Las altaneras hurracas intentaron picotearme , pero conseguí liberarme.
Agité los brazos, golpeé los barrotes. Allí seguían retándome con un solo ojo , impasibles.
–¡ Yo no soy un animal !. Les chillé con un aullido. ¡Quiero salir de aquí!. ¡Basta ya de mirarme!.
Era un complot animal contra mi. Conocían mis miedos, mi obligado confinamiento, mi temor al contagio. Ellos eran libres y se vengaban.
–¿Hasta cuando?–les pregunté.¡Maldito 2020!.
Mientras espiaba al conejo, comprendí que le envidiaba. Todos ellos eran libres. Yo sobrevivía en mi propia jaula. En la jaula que me había construido.
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