En pleno confinamiento por la pandemia, dos conejos charlaban tranquilamente mientras despachaban su temprana ración de hierba. El sol se estaba desperezando y la gama de colores en el cielo iba del celeste en la línea del horizonte, a un contrastado añil en lo más alto del firmamento.
—¿Sabes? —dijo el más joven—, estoy cansado de todo esto.
—¿No te gusta el pasto? —dijo sorprendido el más viejo—. Yo lo encuentro exquisito.
—Me refiero a esta quietud. Es irreal.
—Hijo, creo que no te entiendo —el viejo apenas podía hablar con la boca llena—. Explícate.
—Los días se me antojan iguales. Te despiertas, sales a comer cuando apenas hay luz, y luego te recoges. Después vienen la siesta y la comida de la tarde. Y para acabar, te vas a dormir. Siempre la misma historia.
—Supongo que es lo que nos ha tocado vivir —el viejo no paraba de engullir grandes bocados de hierba fresca—. Pero sigo sin entenderte.
—Echo en falta un poco de movimiento —había nostalgia en las palabras del joven—. La vida me está pasando por encima y necesito descargar adrenalina.
—¿Te refieres a la vida que llevábamos antes? ¿A esa creciente ansiedad por saber de dónde nos iba a venir el tiro?
—¡Bah! ¡No, viejo! Me refiero a correr delante de los cazadores y recibir, a lo sumo, un par de perdigones en el trasero. En su momento incluso me han sentado bien porque me han espabilado. Si los estudias en profundidad verás que esos humanos son torpes y predecibles.
—A ver si me entero —el viejo empezaba a cansarse de los rodeos del joven—. Dime de una vez qué es lo que echas en falta.
—¡Acción! aunque sea a costa de poner en peligro la propia vida.
—¿Y si te dijese que tengo la solución a tu problema —dijo el viejo asintiendo, mientras volvía a llenar la boca de pasto.
—¿De veras? —el conejo joven le miró por primera vez a los ojos— ¿Y cuál es si puede saberse?
—Vente a vivir conmigo. Mi mujer se encargará de quitarte esa estupidez que tienes encima.
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