Llevo días guardando abrazos que no sé si podré entregar.
En la tele, los ataúdes patinan sobre el hielo. Yo conozco a alguno de sus ocupantes. Es tan triste morir solo.
Lloro por ellos y por mí, aliviada porque ya creía que me estaba convirtiendo en piedra. Aute, se ha ido también y con él “el dulce pájaro de juventud”. Noto un vacío dentro que soy incapaz de describir.
Me ducho, preparo la mochila.
¿La despierto? no quiero que llore.
Pero llora.
Le lanzo un beso a distancia como despedida. Otro abrazo que guardar.
Por el camino rezo por volver a casa, rezo a un Dios en el que necesito creer.
En el hospital todo el mundo lleva mascarilla y guantes, aunque me cuesta respirar huelo el miedo, está en los ojos de todos. Hay dos metros de separación llenos de silencio y en las caras, solo ojos.
La niebla en mis pulmones ha crecido, con voz de roca dice que tengo que quedarme aquí. No me engaña, sé que utiliza esa voz para sobrevivir. Me extrae sangre, prefiero no mirar. Me pone una vía en el brazo casi sin dolor.
Mis sienes laten frenéticamente, por mi vena entra gota a gota un líquido transparente a la vez que trago la primera ración de dolquine.
Pregunto aunque conozco la respuesta: “no hay test”. No me hace falta sé que el bicho está aquí. Ella, con su traje protector hecho de bolsas de basura, sospecha que lo tiene también.
Sin aire mi mundo se nubla.
Hay una casa con gaviotas en la que se oye el mar. Mi padre sentado en el porche me dice que vuelva.
Me cuesta abrir los ojos, tengo la boca seca y una goma metida en la nariz.
Cuando logro enfocar la veo, está en la cama de al lado.
Oigo su voz de roca:
—¿Cómo estás?
—Viva. –Le contesto mientras lloro.
Ella llora también.
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