No es encierro en soledad. Familiar. Con su cara y con su cruz. Hablamos de lo que es asunto obligado. Continuas llamadas a la asepsia para regatear al bicho. He dejado de poner los informativos de la televisión, aturden más que revelan. Y en este refugio obligado, pláticas con el otro yo que pugna por borrar angustias mirando el porvenir.
No puedo poner rostro a este confesor oculto. Quizá porque no lo tiene, o quizá porque juega al despiste con sus prestidigitaciones polifacéticas. Un momento, sí, caigo en la cuenta: estoy dialogando con el tiempo y su billar a tres bandas de imposibles carambolas; me conformo solo con imaginarlo.
Piden palabra pasado y futuro. Pero el presente calla. Le basta el testimonio del espantoso silencio de las calles, de los museos, de los estadios, de los bares, vacíos, sin el alma de los cuerpos; o de las bocas tapadas, ¿borradas?, por las mascarillas. Me arroja el dardo dañino de mi condición de alto riesgo por el capricho numérico en mi acta vital del DNI. Los otros dos hijos se solapan en las descripciones con sus raciones de recuerdos, uno; de incertidumbres, otro. Ellos susurran. El hoy vocea y golpea.
El antes es alegre, crecido en la revalorización de lo perdido, más en lo sencillo que en lo complejo. Proyecta película biográfica en planos largos, cortos y medios; en velocidades sosegadas o en anárquicos ritmos a lo Charlot. Aquí todo fue, sin cuartel para el es o será.
El después me muestra lo dulce y lo agrio, en bien entrenada carrera de relevos. Advierte con firmeza enojada de enseñanzas que no perdonarán reiterados olvidos, ni nuevas agresiones al sentido común, aunque también abre la cancela a puestas en valor de lo cotidiano que llegó a tedioso por desgaste. Aquí, me habla alto y claro: recordad para siempre lo importante que es abrir la puerta de casa.
ÁNGEL ALONSO
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