Nos levantamos a la misma hora de siempre, cuando la luz se enciende y nos ciega con esos colores artificiales blancos y amarillos que penetran en nuestras retinas sin mayor dificultad. Nuestros ojos ya están acostumbrados, llevamos mucho tiempo sin poder mirar el sol, a veces me pregunto, si todavía existe y si pudiese salir aún estaría allí arriba, imponente y mágico, cegador y reconfortante.
Preparamos la comida a la misma hora de siempre, recogemos los alimentos de nuestros «mini» huertos alojados en cada esquina de casa, seleccionamos cada producto con la mayor equidad posible, deseando que no se terminen y nos obligue salir.
Comemos a la misma hora de siempre, con los mismos cubiertos de siempre, en la misma mesa y mismas sillas de siempre, hablamos poco, pues nuestra boca se llena con la misma facilidad, de siempre.
Las horas pasan lento, las páginas de nuestros libros rápidas y los rayos de luz, que se apagan poco a poco nos desventura que la noche vuelve, gélida, oscura y triste.
Nos dormimos en la misma cama de siempre, esta vez, con sabanas nuevas, lavadas a mano y con olor a champú barato y si es posible, que no lo sé, caducado.
Rezamos como siempre, me he tumbado en esta cama dios sabe cuantas veces para ir a dormir, pero antes nunca rezábamos.
Tachamos un día más en nuestro calendario ya viejo y descuidado, pegado a una pared metálica que nos aísla del exterior, ya van 4637 días de cuarentena, ya no queda nada por lo que luchar fuera y yo no quiero volver a repetir este día como siempre, mañana vamos a salir.
Pd : No quiero ser pesimista, pero me encantan los relatos apocalípticos.
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