El box acristalado de la UCI tiene una puerta que mi cuerpo cruzará algún día, pero desconozco si mi alma seguirá dentro cuando lo haga. Siempre pensé que estábamos encadenados irremediablemente a la materia, pero he comprobado que no es así. Puedo explorar mundos desconocidos, vagar sin rumbo, pasear o correr, y mi masa inerte sigue aquí. Cada segundo que pasa es tiempo que me regala la muerte, que se lava las manos y me deja a merced del asesino microscópico. El bicho parece jugar conmigo, tan pronto me deja cianótico, como me libera algo de oxígeno para que las agujas del reloj no se paren. Los ángeles que me cuidan son figuras verdes uniformes y tampoco tienen cuerpo, solo ojos. En ellos percibo sus sonrisas ocultas tras la mascarilla y su preocupación cuando mi pecho palpitante se acelera. Sus voces con mensajes de ánimo interrumpen de vez en cuando los pitidos rítmicos de las máquinas y suenan metálicas, celestiales. Siento de alguna forma que me acecha el aliento del mal. Un molesto gorgoteo alojado en mi garganta se acompasa con la pavorosa respiración de Darth Vader, que me visita a menudo con su sombrío semblante.
De vez en cuando salgo de mi sueño perenne y abro los ojos. La escasa luz natural que se cuela entre las venecianas me confirma que he aguantado una noche más. Aprieto los puños con rabia; la fuerza me acompaña.
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