No hay manera de alejar el insomnio.
Intenté varias fórmulas y recetas, sin ningún resultado.
Después los noticieros nacionales pregonan que la cuarentena puede durar meses. .
Desde entonces duermo con los ojos abiertos, pero con la mente neurotizada.
La mayor parte del tiempo, mientras pasa la crisis de la pandemia, miro hacia el techo blanco de la habitación. Las pupilas de mis ojos están blancas. Mas, sin embargo, me siento que estoy verde, encerrado como una momia egipcia en su ataúd, vegetativo como un árbol. En ocasiones, abotargado, recuento los objetos con somnolencia, tratando de memorizar los nombres de cada uno para no perder la costumbre de la memoria, en caso de que el mundo acabe, y no extraviar los contenidos y los significados.
Leo novelas y cuentos, resuelvo ecuaciones, imagino enaltecedores paisajes. Lo más triste es recordar nombres y rostros de personas que no volverás a ver, a las que les importas; algunas a las que nunca le importaste demasiado y que tampoco te importaron mucho y dejaste pasar libremente sin afectación.
Al pasar los días todo sigue igual, menos las despensas.
Descubro que el tiempo se ha fugado, y no lo necesito. No sé qué día es hoy, y la noche ignora si estoy vivo o muerto.
A veces creo que necesito crear un nuevo planeta con árboles, en los confines del Universo. Ya no sé cuánto tiempo seguiré recreando galaxias y constelaciones girando en el techo blanco de mi habitación.
Al menos mi cerebro está alerta.
Y si duermo, y el mundo no está con sus pobladores, entenderé que me salvé solo, y que debo buscar una vacuna que me proteja de mis miedos.
Pero el ojo está en la tumba.
Seré feliz construyendo pirámides y obeliscos en mi deteriorada realidad.
Me siento inundado de un sentimiento expedicionario, sediento de querer salir y violar la contingencia.
A veces creo que debería salir a salvar el planeta, pero el planeta tal vez se salve solo, y no me necesita.
Es insoportable no dormir y sentir esta inquietud de no saber qué está pasando verdaderamente allá afuera.
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