En la trinchera de mi hogar por la cuarentena, establecimos una estrategia de supervivencia, en la que mi esposa Sore era la encargada de la distribución de recursos alimenticios, mi hijo Gonzalo el encargado de la verificación de servicios básicos, mi hija Claudia la encargada del mantenimiento y limpieza del hogar, mi mascota Candy la encargada de la seguridad del hogar y yo el encargado de la logística.
Para salir a comprar el pan armamos un plan estratégico, para aventurarme a la vía pública; utilice una indumentaria especial, con unos zapatos y escarpines anti bacterianos, un pantalón y camisa manga larga de polietileno, un gorro de goma, unos lentes protectores, una mascarilla especial y unos guantes de jebe. Abrí la puerta de la casa saliendo sigilosamente con la esperanza de regresar, mientras todos esperarían angustiósamente mi retorno.
La calle estaba solitaria camine por la vereda parecía un cementerio, el viento soplaba muy tibiamente, cruce la puerta de vigilancia, saludando desde lejos al vigilante dejando mi contra seña. En la esquina fui intervenido por un policía que muy nervioso y manteniendo la distancia pidió mis papeles exigiendo el motivo de mi salida. Seguí avanzando cruzándome con uno u otro transeúnte que temerosamente iván y venían; se me apoderó el miedo por él ulular de las sirenas de las ambulancias y la policía, complicándoseme con el estruendo de un tanque de guerra acompañado de soldados que acordonaban la calle, pensé en que guerra estamos y ¿Dónde está el enemigo?
Para mí alegría llegue a la tienda de abarrotes, por fin vi personas como yo, pero ellas muy indiferentes hacían una cola con una distancia de un metro. Hasta que llego mi turno al mostrador en el cual había un pequeño letrero que decía “SE ACABO EL PAN”.
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