Me corona un virus

Silencioso invade todo el espacio. Hay hambre en el penal y riesgo en cada superficie, en cada paso que se da, en cada bocanada de aire que cada vez se hace más corta. Brota un virus lleno de vida y pegajoso. Brinca de todos los lugares tratando de encontrar un huésped donde descargar toda su ira. Ronda en espiral complacido del espectáculo de ahogamiento y desespero de una civilización en decadencia.

Son unos pizcos llenos de vida que emergen de espacios insospechados con sus extensiones de cabezas como tele bolitos. Hago el quite a diario como un Quijote, pero es imposible no pagar mis deudas morales con la sociedad. Me atacan como hormigas trabajadoras, aparecen hasta en mis sueños.

Depronto me veo peleando con una espada al vacío, gritando blasfemias a la nada, sólo en un confinamiento exasperante e imágenes de terror. No son claras las líneas entre la realidad y la imaginación y menos entre el sueño y la vigilia. Será por el encierro o la lucha constante con ese ser omnipotente, omnipresente, ininteligible. Su sagacidad ha logrado atraparme finalmente, no tengo la más remota cuando pasó.

Termina mi vida en un pabellón de hospital pobre, en corredores que huelen a sonda usada, adaptados para los moribundos. Comparto una bolsa de supermercado adaptada como respirador, con un viejo de tez amarillenta que se quita la caja de dientes cada vez que le paso la bolsa, respira, me la devuelve y sonríe su desgracia con altura.

El hacinamiento nos abraza con su pestilencia; lo más cercano a lo humano que queda. Morimos lentamente y compartimos un soplo de vida en esa bolsa tibia. Lo único que nos queda en la vida es el uno y el otro aunque no hablemos el mismo idioma. Hemos visto morir a nuestros familiares entre quejidos, arrepentimiento y una tos seca.

Cadáveres se amontonan con descaro a nuestro alrededor en ese callejón cuyas luces funcionan con intermitencia. Despierto alterado entre sudor frio; en la tele dan la cifra actualizada de contagios. La curva en ascenso imparable.