…………Como ese mandarín añoraba ella esas humildes avecillas que, sin mediar compromiso alguno, cantaban sólo por el placer de hacerlo, ignorantes del efecto que producían en su ánimo.

Igual que él, también languidecía y deseaba que, como aquel ruiseñor compasivo, regresaran a cantar al menos una vez bajo su ventana.

Eso le devolvería las fuerzas, pensaba, eso le traería un ramalazo de vida.

Pero acá, el ruido de los motores rodando en el aire, era lo que pasaba a través de las cortinas cerradas y del olor acre de la enfermedad que se había instalado en torno suyo.

En vano le pedía a su hija que la dejara volver a su casa, a sentarse en su jardín, a contemplar las madreselvas, a oír, una vez más, el piar de los grises gorriones.

Acá te podemos cuidar, le repetían, y ese amor tiránico de los hijos la clavaba en esta sudorosa cama de moribunda de la que ya jamás podría levantarse.

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