«Ay niña, que no tengas que vivir nunca una guerra» repetía mi abuela en aquellas inolvidables tardes de pan con Tulicrem.

«Qué malo pasar hambre» relataba mientras sus dedos veloces se entretenían con el hilo y la aguja curva de ganchillo.

De cuando en cuando sus ojos grises se perdían en un punto infinito mientras un trueno atravesaba gruesos nubarrones y yo, con pánico a las tormentas, me hacía un ovillo en la cama, el lugar más seguro del mundo.

«Tu no sabes lo que es vivir escondida en una cámara (granero en el piso superior de las casas andaluzas) sin poder salir ni mijita a la calle, viviendo como animales con otras tantas mujeres y niños». De los hombres nada se sabía, entretenidos o muertos en una guerra que, incluso la sangre la visualizaba yo en blanco y negro.

Un movimiento extraño en la calle me saca de esta siesta fuera de lugar.

Calculo los suspiros de la abuela desde aquel punto lejano donde la colcha de ganchillo crece a la velocidad del rayo para llegar a tiempo y tapar la cama en la que me acurruco para salvarme de una catástrofe inesperada.

«Ay ayayay, esta niña, que por nada se me asusta»

El eco de las retahílas de la abuela crece entre mis manos despiertas para una salve insólita que apenas dura diez minutos. Relámpagos en las ventanas, retumbar de millones de palmas chocando violentamente entre sí tratando de aplastar al bicho. Gritos vibrantes de almas confinadas en una ciudad fantasma.

Ocho y diez. Los aplausos se vuelven cadenciosos, los gritos se apagan y encima hoy, llueve.

¿De verdad que ésto está pasando?

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