María tiene 99 años y es divina: la cabeza le funciona de maravilla. Está encerrada en su casa, claro, con hija y bisnieta.

La llamo a ver cómo la lleva, no se le vaya a caer el ánimo al piso:

_ ¿Qué tal, abuela? ¿Cómo estás?

_ ¡Hola! ¿Cómo andás? Por acá bien. No me duele nada. Todo tranquilo. ¿Y vos?

Por detrás se oyen los chillidos de la gurisa. Y por teléfono se la oye decirle que se baje «de ahí» y que espere un momentito que está hablando. Pero la nena -claro- no se calla. La imagino trepándosele por la falda o por los hombros.

_ Bien -le contesto- estoy al tanto de todos por teléfono. Uno de los muchachos pasó ayer y hoy viene Antonio a almorzar, que hace días que no nos vemos. Hacemos todo el protocolo, guantes, zapatos, lavado de manos… pero igual da miedo.

_ Y sí, no es fácil. Yo ni estoy sola ni tengo novio, pero eso de no poder salir… Ni a un restaurant… Ni a un velorio…

Ahora se escucha a la hija gritando de lejos: _ ¿¡Qué decís!?Y seguro que corriendo a arrancarle el tubo. ¡Bah! el celular o como se llame.

_ ¿Qué dice? -pregunto, como si no hubiera oído-

_ Nada. Lo de todos. Lo de siempre. Que no me dejan hablar porque estoy vieja. ¡Ya sé que estoy vieja, pero no lela!

Nos despedimos hasta la próxima.

Me quedo pensando en lo del velorio. Como que tuviera miedo de morirse y que nadie pueda ir.

¡Seguro que llega a los ciento diez!

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