Algo lejano a nuestra condición social laboral era el estar presos. Los presos eran para nosotros los delincuentes, de guante blanco o los más, los pobres que caen en tentaciones inevitables. Pero eran otro mundo, apartado del nuestro, en los lindes de la ciudad, con su vida y nosotros, ilusos, vivíamos la libertad prometida.

Resulta que el día que como un meteorito cayó la noticia del virus, nos encerramos aterrorizados. Después vino la orden de no salir. Después los que sí salieron saquearon los víveres dejándonos con escasas provisiones. Después nos dimos cuenta que no duraría ni una, ni dos, ni tres semanas, supimos que podía durar un tiempo sin tiempo. Y vino la desesperación. Y en ese momento no nos dimos cuenta que aún en esas condiciones, estábamos comunicados por Internet. No pensamos que nos podían aislar más aún.

Nos sentimos todas y todos infectados y empezaron a ocurrir cosas, gente que cantaba en las ventanas, gente que llamaba a todas y todos los vecinos para decirles buenos días, cómo están. Gente que empezó a hallar cosas en sus casa que ni sabían que tenían. Un megáfono encontramos nosotras en la nuestra. Antiguo, algo roto pero por suerte, lo pudimos arreglar, a medias pero funcionó.

Desde el balcón y con nuestro megáfono antiguo leíamos cada tarde un poema. Breve, porque el megáfono era bastante primitivo. Y nos pareció al tercer día que la gente estaba esperando esa hora…los vimos asomarse a sus ventanas.

Hace tres meses leemos poemas desde nuestro balcón, ya nadie falta a la cita, salvo claro, los que van muriendo, pero a esos también los despedimos con poemas. Mi hermana dice que en cualquier momento terminamos comiendo los libros de poesía que dejó madre, que ya la despensa está en las últimas…puede ser.

Si la poesía alimenta estos espacios de silencios y encierro, debería poder mantener nuestros cuerpos con vida hasta que alguien nos necesite.

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