En medio de todo el caos mundial, en una guerra profunda contra un virus que es invisible, nos damos cuenta de que a la libertad siempre la tuvimos, pero no la apreciábamos. Tan sumergidos en nuestras propias vidas, con los tiempos a mil, sin pararnos a pensar por un segundo que no valoramos nada de los pequeños detalles que nos regala el estar vivos.
Muchos pensamientos invaden mi mente en este momento de incertidumbre. Me encuentro en un pequeño pueblo de la provincia de Entre Ríos, Argentina, y solo quiero que todo salga bien. Pero es inevitable pensar lo peor.
Hoy, nos encontramos encerrados, solos o en compañía, y luchando con nuestros propios demonios. Porque estar aislado de la sociedad, nos conecta con nosotros mismos, nos encuentra con nuestro verdadero ser, prisionero de todo y queriendo resurgir de la tierra, para volver a vivir.
Quizás llegó el momento de dejar de sentirnos «superiores» a todo lo que nos rodea, de creernos el ombligo del mundo, para reconocernos como pequeños animales que solo estamos de paso por este planeta. Y es en ese momento que nos reconocemos mortales, que empezaremos a valorar cada minuto que pasa, para tratar de producir un cambio en la mirada del otro, en el pensamiento del otro.
No desaprovechemos esta oportunidad de desarrollarnos como personas empáticas, comprensivas y expresivas, frente a esta pandemia que tanto miedo nos causa. Y que cuando la misma por fin acabe, nos deje la enseñanza de que es tiempo de unirnos, ser tolerantes, bondadosos. De por fin florecer, siendo seres de luz y amor.
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