Recuerdo cuando no recordabas todavía. Cuando te decías, incuestionable, que no tenía caso imaginar al pasado y menos aún alucinar al presente. Que el único propósito que tú tenías era vivir para siempre entre los sueños. En la esperanza. En la expectativa. Que si todo era percepción y nada más, entonces era igual de iluso vivir en un presente que no podía sino decepcionarte y que, por lo tanto, era mejor perderse en un futuro tan admitidamente falso que no había forma de ser demostrada su falsedad. Siempre y cuando se continuara soñando, siempre, tres pasos por delante de ese presente inasequible.

¿Y ahora qué haces? ¿Sobre qué frágil concepto decides pintar esos sueños? ¿Ahora de qué te inspiras sino de tu misma vacuidad?

De tanto rodearte de esperanzas no te quedó sino ser esperanza andante. Atrapado en este cubo claustrofóbico donde ya no quedan lugares lejanos en donde enfocar la vista. No quedan sino reflejos del reflejo del reflejo. Construcciones sobre cimientos colocados en suelo inestable. Cascarones blancos que al rasgarlos con las uñas solo dejan la insoportable duda de no saber si están, o no, huecos.

La copia del aura artificial de un proyecto de vida ajeno que reverbera por inercia entre siete billones de versiones de tu vida. La mecha virtual que reinicia el algoritmo. El goteo palpable que resucita a las semillas de nuestra incertidumbre. Las palabras refinadas que malbaratan nuestra mansa voluntad y condenan ostensiblemente al sistema.

¿Cuál sistema?

El sistema, cualquiera que éste sea. Cualquiera que continúe iluminando con verbo donde no hay nada que iluminar. Cualquiera que dependa de la mentira para sostenerse, porque en el fondo, como todo lo demás, al rascarlo con las uñas solo revela que está hueco. A la fachada interminable de nuestro sueño colectivo. En suma -y en resta también: al sistema, cualquiera que éste sea.

Y el viento vuela.

Y el agua aguanta.

Y el fuego quema.

Y la tierra arrastra.

¿Y la nada?

La nada nadea.

¿Y tú?

23/03/2020

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