Nos privaron de toda épica.

Ato la bolsa de orgánico que ya apesta la cocina y me despido de mi familia. Pulso el botón del ascensor con el codo. Consigo abrir el portal con el antebrazo sin que la basura golpee el cristal mientras una vieja me escruta desde la acera de enfrente. Lleva zapatillas de felpa envueltas en bolsas de plástico que ha ajustado metiéndolas en sus calcetines blanquecinos.

Habíamos anticipado el fin del mundo con heroicidad: buscar alimentos para uno y el perro entre las ruinas de un Nueva York devastado, recorrer un camino de cenizas esquivando otros supervivientes con menor caladura moral, refundar el planeta sitiados por zombies.

Enfilo hacia los contenedores manteniendo dos metros de distancia a un albañil con guantes de latex azul y mascarilla y me pregunto dónde la habrá conseguido. Hay cola para entrar al supermercado. Un tipo sale con dos los dos últimos paquetes de papel higiénico, alguien le ofrece diez euros por uno. Abro el contenedor con mis manos desnudas y un escalofrío recorre mi cuerpo. Escucho un tosido. Corro de vuelta al portal, toco solo la llave, subo las escaleras de tres en tres, abro mi puerta, me lavo las manos dos veces frotando fuerte sin olvidar ningún pliegue. Me seco con minuciosidad, como al sacar a nuestro bebé de la bañera.

Se escuchan aplausos que llenan la calle mientras una ambulancia repite el camino al Clínico. Alguien entrega a la Guardia Civil cinco EPIs fabricados con una impresora 3D casera hecha con componentes de Aliexpress. Cuatro funcionarán.

Ayer, cuando abrimos la ventana para ventilar, la pequeña se puso a dar palmas.

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