Mientras que las dos lumbreras toman su turno correspondiente, en sincronía las nubes marcan el tono del entorno junto al viento que susurra en el vacío de las calles, cuando las bestias se encuentran sin cesar al asecho.
La comida comienza a desaparecer de la alacena y ahora corresponde el turno a la llamada recolecta. Por lo general se envía al más fuerte o al más rápido y hábil, mientras que las mujeres y los niños en casa esperan con sus rodillas pintadas de mugre por las pinceladas del suelo. De momento a mí me ha tocado salir de nuevo, de mi pequeño refugio escondido en el callejón de la calle donde solía drogarme y ver pasar las ratas en su casería. De alguna manera me sentía acogido en este nuevo mundo, donde ahora todos lucían ropa sucia y olor desagradable similares a lo que siempre he tenido.
Como solía hacer cada tres días, al ver la luz del sol cruzar sobre los espacios de mi puerta de madera me dispuse a salir. Abrí la rechinante puerta lo más suave posible, mientras miraba de entre ojo a todas las direcciones antes de abandonar mi pequeño hogar, posteriormente pasados unos diez minutos me prepare; con capota puesta, nariz y boca cubiertas, guantes marrón oscuro en su lugar y botas viejas y rotas firmes y bien ajustadas por si tocaba correr de nuevo.
Recogí la pequeña presa de la trampa, el viento y el silencio dejaron de protagonizar las calles, ahora era mi turno, nuevos cadáveres en el suelo y unos cuantos alimentos cerca de ellos. De repente comenzó a pasar lo que no sucedía hace ya unas pocas semanas atrás, el sonido arrastrante a todo mí alrededor, los gruñidos y chillidos tormentosos, la asquerosa orquesta del metal mal sonante de las calles y un bajo llanto que provenía de debajo de un auto.
—Niño, ¿qué haces allí abajo?
—Ma, ma… mamá enferma… —con las lagrimas sobre la garganta respondió.
Luego el auto retumbo con el impacto y escuche como el techo se hundió por la fuerza del salto de la bestia.
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