Siempre tuvo la sospecha que algo así llegaría y ahora se encontraba frente a su propia soledad. Aunque pensándolo mejor no estaba tan sola, de hecho, si agudizaba el oído podía sentir los ecos de una melodía atenuada en el piso superior lo que le daba un poco más de seguridad.
Finalmente se tumbó en el sofá contemplando el techo. ¿Cuantos días quedarían de estar así? Se levantó y decidió ir al supermercado con precaución. En la acera de enfrente se topó con otras dos almas que miraron al suelo y se alejaron precipitadamente. En esa suerte de estado paradójico le alegraba ver gente a la par que le aterrorizaba. Consiguió alcanzar el supermercado y enfundada en sus guantes atisbó que quedaba una bandejita de pollo que sería su comida esos días. La gente entraba ordenada e intentaba como podía no acercarse demasiado. Finalmente añadió una botella de Rueda a su compra y con extremo cuidado acercó la tarjeta al terminal sin interaccionar con la cajera. De vuelta, reflexionaba ante unas calles desoladas como podría sobrellevar esta situación, que era lo más sobrecogedor que había vivido nunca.
Ya en su casa, encontró en su felpudo una nota que abrió entre sus guantes. Era de uno de sus vecinos y la invitaba a una fiesta donde cada uno en su casa pondría canciones y bailarían. Sonaba divertido y la verdad es que no tenía ningún plan esa noche. A las nueve él puso su primera canción, una de Queen y ella empezó a bailarla. La siguiente le tocaba a ella y se atrevió con Sabina. Pasaron así varias horas batiéndose en duelo musical, bailando y riendo, cada uno confinado en su recinto. A eso de las 23.00 lo escuchó ir a su balcón y oyó que se asomaba. Ella , ilusionada, también se acercó. Cuando pudo vislumbrarlo se le escapó una gran sonrisa. Su vecino era todo un anciano que gracias a la cuarentena había encontrado la excusa perfecta para combatir la soledad. Y en ese preciso instante supo que todo iba a salir bien.
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