Las calles se vaciaron.
El mundo se silenció.
Sólo en el interior de algunas casas
se escuchaba alguna alguna queja o algún llanto.
Y cuando el llanto se cansó de llorar.
Cuando el miedo dejó de contar los kilos de arroz necesarios para aguantar esa guerra silenciosa.
Cuando dejamos de mirarnos el ombligo…
empezamos a pensar en los demás.
Y contamos decenas, centenas millares.
Y vimos de cerca las cifras de muertos.
Y pensamos en nuestros padres y abuelos.
Y vimos que mientras nosotros comíamos arroz sentados en el sofá, quienes cuidaban de nuestros abuelos, eran otros.
Y vimos la cara del cansancio y del miedo
en aquellos que se encargaban de cuidarnos a nosotros.
Y entonces, quisimos echar una mano.
Y nos hicimos profes voluntarios, cuidadores voluntarios… vecinos voluntarios.
Y cuando ya había demasiados voluntarios,
quisimos dar las gracias.
A los cuidadores, a los salvadores, a los que traían el arroz, a los que seguían cruzando cada día el portal por los demás.
Pero ¿cómo darles las gracias… desde el sofá?
Hasta que un vecino le dijo al otro, que le dijera al otro, y este al otro a su vez, que aquella noche salieran a aplaudir a los balcones.
Y aquella noche fueros decenas y a la siguiente fueron centenas y a la siguiente millares.
Y cada noche durante mucho tiempo, los balcones se llenaron de vecinos que querían dar las gracias.
Atrás quedó nuestro miedo, nuestra tristeza y nuestro egoísmo.
El mundo había cambiado. A costa de muchas pérdidas. A costa de muchas lágrimas. A costa de mucho miedo.
El mundo ya no giró nunca al mismo ritmo. El ser humano aprendió la lección. Aprendimos que la riqueza más grande somos nosotros mismos. Que tocar la piel de otro es un privilegio. Que compartir el sofá es ganar la lotería. Que no sentirse sólo es lo que importa . Que no dejar a nadie sólo es tarea de todos. Que nunca estaremos completos sin la ayuda del resto.
… Tal vez, sólo tal vez, a partir de aquellos balcones, el futuro sería un lugar mejor para “todos”
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