El viernes 13 de marzo, cuando regreso del trabajo, me encuentro a mi madre de 94 años, sentada en el comedor en pijama.
-¿Y mi hermano? -le pregunto asustada.
-Está en la cama enfermo.
El sábado el presidente decreta el estado de alerta.
Mi hermano tiene una cara muy rara. Se va a la habitación.
-¿Qué te pasa? ¿Te mareas?
Se desmaya en mis brazos. Llamo al 112.
Me acuesto sin desnudarme. No viene la ambulancia en toda la noche.
No pego ojo. Tengo calentura. Me levanto temprano para estar a las 8 en el centro de salud.
Sale un trabajador con mascarilla. Esto parece una broma macabra.
-Tengo síntomas de coronavirus.
Me ve una doctora sentada en una silla en el dintel de la puerta.
-No tienes riesgo por la edad y porque no eres hipertensa
-Mi madre también tiene síntomas ¿Puede venir un médico a verla?
-Por favor, cuando lleguemos al descansillo -dice la doctora-, cierre la puerta y no abra hasta que nos cambiemos.
Parecen del CSI: con bata, gafas, mascarilla, guantes.
-Está sorda. Háblele al oído derecho.
-O sea, por este lado ¿Qué le pasa, Felicidad?
-No me encuentro bien -dice levantándose.
-Sólo tiene secreciones y satura bien de oxígeno.
El martes echa esputos con sangre.
El miércoles, a primera hora, llamo de nuevo al centro de salud. Son las 14:30 y no ha venido ningún médico. Le duelen mucho los oídos.
-Yo voy al centro de salud a decirlo.
Enseguida, vienen una doctora y una enfermera.
-Tiene neumonía. Tengo que pedir una ambulancia.
Por la noche, habla el médico con mi hermano.
-Está grave. Probablemente, tenga coronavirus. Le vamos a hacer la prueba. No se acerquen al hospital. Ya llamamos nosotros.
Esto es muy duro. Estamos mi hermano y yo en cuarentena. No podemos verla, ni abrazarla ni cogerle la mano.
Estamos cuatro días sin tener noticias. El lunes llama la psicóloga: «Su madre está estable».
El viernes nos dice que están estudiando la posibilidad e darle el alta.
Le dan el alta mañana lunes ¡Qué alegría!
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