Primavera desde el encierro

Hoy es el primer día de la primavera. 20 de marzo del 2020. Una cifra bonita. En cuarentena. Hace justo cinco meses, me regalaron una orquídea preciosa. Con flores blancas que cantaban alegría. Cumplía 25 años. Me llegó, enorme y majestuosa, sobre la mesa de la oficina. Me emocioné. En ese momento, no me podía imaginar que se iba a convertir en mi única compañera durante un tiempo indeterminado de mi vida.

La última flor cayó el pasado viernes. Yo llevaba ya un día encerrada, de cuarentena y pronto nuestro país en estado de alarma. Miraba sus ramas vacías, rectas, tristes, sin alma. Pero el domingo, primer día oficial del encierrio, ocurrió. Una flor nació.

Se asomó con timidez como si su actitud iba a ultrajar a todas aquellas personas que se habían quedado aprisionadas por falta de cautela, por ignorancia. Ella salía con certeza, se desplegaba con melancolía, susurrándome que la vida es bella.

Ayer era jueves. Siete días sin poder pisar la calle, ni oler un trozo de hierba, ni tocar una hoja, ni abrazar la naturaleza. Nada. Me acerqué a la ventana, como cada día, para aplaudir a todos los que permiten que el mundo sobreviva. Aplaudí como si no hubiese un mañana. Cuando estalló el silencio, me giré y sonreí. Mi pequeña flor tenía una nueva hermanita, una más pequeña que rozaba el aire con dulzura.

Ellas no se preocupan. Ellas no cuentan los dias. Ellas no piensan en el después. Ellas se pueden tocar. En su mundo, no existe distancia social. Ellas solo piensan en el ahora, en ser maravillas de la naturaleza para luego marchitar sin inquietudes, virus ni guerras.

Ahora la miro cada día, al despertar, mi orquidea. Por si hay alguna nueva en casa. Es la señal que hace vibrar mi primavera desde la cuarentena. El nacimiento que me demuestra que, mientras nosotros vivimos encerrados por una crisis sanitaria, la naturaleza, que ahogamos cada día con nuestra actividad, se abre un camino hacia la libertad.