Cuarenta días habían pasado desde que comenzó el desastre, o quizá desde que se alzó como dueña del negocio clandestino más codiciado de la ciudad. Ahora, los confines de esta quedaban desiertos, las catedrales emanaban una solemnidad casi ritual y cualquier vecino del patio de luces resultaba más atractivo que otrora, en tiempos de serenidad cotidiana. Desconocían los medios utilizados por esta mujer de apariencia marcial, con joyas de plástico en sus finos dedos manchados por un polvo dorado. Chasqueábalos, siendo este un gesto de suficiente simbolismo, pues unos jóvenes de uniforme aparecían de inmediato; podían portar en sus bandejas de luna de plata tres tragos de un selecto brebaje, o incluso, un escupitajo edulcorado con ginebra. Su posición social resultaba un misterio para los habitantes del patio de luces interior más famoso de Barcelona; había logrado recrear un sucedáneo de anfiteatro aunque con tintes evidentes de barrio, abarrotado de sábanas con el perfume artificial de los detergentes. La histeria colectiva provocó que una cortina de humo cubriese la explicación más evidente, sin más obligación que aportar unas monedas para que el placer no abandonase el patio. Ella, escenificaba la emoción más primitiva que conduce a fines hedónicos, y los vecinos deseaban inundarse de esta tendencia, unos minutos más para soportar vivo hasta el ocaso. Se contoneaba en el balcón durante tardes y noches enteras, también ebria como el resto: ¿Quién le había dado el poder de las masas? Decidía, acallándolas, regalando botellas de alcohol viejo, y los vecinos, a pesar de las muertes que estaban teniendo lugar fuera de este microcosmos, aplaudían y había quien, tocaba la trompeta a modo de halago; el anfiteatro improvisado estaba conformado por creadores de lo más intempestivo, y ella volvía a pedir jazz, la misma estrofa que tanto nos gusta a todos, ¿verdad?, se reía y desde los balcones se desataban las notas musicales como si apretase un botón para automatismos. La presencia de la muerte parecía no asiduar el espacio, de nuevo concediéndole al ser humano la convicción de ser inmortal.

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