—Me había cansado de todo, ¿sabe? De las jefas, del gimnasio, del bus de las ocho menos veintidós, del madrugón de las seis y trece, del atasco cuando llueve. ¿Que no sabe usted lo que es un atasco?

Me había cansado de los puntos. De concursar. De soñar una vez por semana que se jubilaba el administrativo de la oficina del paro y me quedaba su plaza. En la sede de la calle del parque. Sí, todos contaban que en el parque se juegan las mejores partidas de mus. Se juntan los que hacen cola —se turnan— y el administrativo, que dice que va al baño cada hora —cosas de la próstata—. Sí, bueno, lo contaban y yo lo comprobaba una vez al año, cuando iba a sellar la cartilla.

—No, señora. Mi hija no estaba buscando trabajo. Ella estudiaba Bellas Artes.

La verdad es que Claudia lo ganaba bien posando en las clases del turno de tarde. Desnuda. Por eso no la dejaban hacerlo por las mañanas. Para no interferir en las notas de sus profesores. O profesoras, claro, últimamente todo podía ser. De haber sabido lo que estaba por venir, nunca me habría opuesto.

—No, señora. No quería vivir más allí.

Ni ganas tengo de volver cada vez que me llaman.

—Y no, no señora. No me parece aburrido vivir aquí. Ya sé, ya. Usted me dirá que ya no está Josefa.

Su vecina había llegado a tener una tienda de ultramarinos en la calle Real. Por este pueblo pasaba el tren, incluso había una pensión, con nueve habitaciones.

—Sí, señora. Sé que usted extraña aquel movimiento. Los días de tormenta, cuando el tren no salía de nuevo hasta que paraba la lluvia.

Las noches de tormenta con la pensión llena de jóvenes. Aquel concurso de amigas en el banco frente a la taberna. Se inventaban sus nombres, los ponían en fila y hacían una tabla. Josefa sabía de números, por la tienda. Adela sabía escribir, tenía buena letra. Era vecina de la maestra, que algunas tardes la dejaba entrar en sus clases.

—Sí, doña Paca. Esta era la casa de al lado de la taberna, usted me lo contó. Fue en esta misma puerta, ¿verdad?

Lo sortearon y le tocó. Llevaba puesto el vestido de los domingos —por eso se llevó luego el bofetón—.

—Sé que paró usted a los dos estudiantes, que salían camino de la pensión.

Solo iba a preguntarles de dónde eran, si volverían alguna vez. Que quedaba poco para septiembre —cuatro meses no es mucho—. Que tuvieran a bien leer aquellas letras de Adela: habían ganado. Que les habían puesto puntos a cada uno de los muchachos que habían visto bajar del tren. Que ellos eran los primeros. Que no, que no había podido ni decirles quién tenía más.

—Ya sé, doña Paca. Nunca más la dejaron salir a la calle con sus amigas. Y las extraña, mucho, cada día más. Aunque nunca les haya perdonado que se callaran.

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