Yo soy de ciudad, de una gran ciudad. De pequeña, cuando llegaba el fin de semana, envidiaba a mis compañeros que se marchaban al pueblo. Sin haberlo tenido, sentía que me faltaba. Pero viajando lo olvidé, como tantas otras cosas que permanecen dormidas cuando creces.

Hoy lo recuerdo mientras acompaño por trabajo a una familia que quiere empezar una nueva vida lejos de la ciudad que les acogió.

Confirmo la dirección en el GPS. Son varios los kilómetros que nos separan de nuestro destino. Por el camino me van contando recuerdos del pueblo que dejaron hace años en su país natal. Este al que nos dirigimos es bien distinto, es un municipio que lucha contra la despoblación.

Al llegar nos recibe un olor a tierra mojada. Oímos nuestros pasos que resuenan en la calle, donde el suelo y las fachadas son de piedra. Si darnos cuenta bajamos el tono de voz y empezamos a callar, a escuchar.

Un perro viene directo a mí, le rasco entre las orejas y mueve la cola.

En seguida encontramos el bar. En una de las cuatro mesas, junto a la chimenea, nos espera el alcalde.

Volvemos a caminar por las calles acompañados de las explicaciones de alguien que ama su pueblo. Descubrimos la casa donde vivió el médico que como otros muchos emigró hace tiempo. Algunas fachadas mantienen emblemas familiares tallados en piedra. Unas vigas de madera dejan ver los recuerdos de los que un día la habitaron. Nos cruzamos con una señora con bastón que se detiene a saludar. En el campanario de la iglesia románica anidan las cigüeñas.

Nos detenemos bajo un cartel: “despacho de pan”. Su dueño espera un sucesor para jubilarse. La vivienda está situada justo encima; es humilde y le faltan algunos arreglos. Escucho a la familia hablar del olor del pan que perfuma las habitaciones y que se funde con sus recuerdos. Decido esperarles en la escuela mientras sueñan con su nueva vida.

El edificio se encuentra en la plaza, junto al ayuntamiento y el bar. Entro acompañada del alcalde que me explica que, gracias al hijo de los nuevos vecinos, la escuela no cerrara sus puertas. La clase tiene seis pupitres pero solo hay tres con libros. También son tres los pequeños abrigos que cuelgan del perchero. Unos pasos a la carrera acompañados de unas risas y entran los tres alumnos que son presentados por su maestra. Poco después llega la familia comiendo unos panecillos. No hace falta que lo digan, está claro que han aceptado la oferta.

Vuelvo al coche con una hogaza aún caliente. El perro de antes está sentado junto a la rueda del conductor. Miro atrás y puedo ver por la ventana de la panadería como la familia está metiendo masa en el horno, ya no parecen nuevos pobladores si no unos vecinos más. Encuentro la llave en el bolsillo de mis vaqueros pero la dejo ahi. Camino hacia ellos con el perro siguiéndome los talones.

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