La tía Juana miraba la lumbre moribunda, mientras daba la vuelta a las patatas que se asaban entre los rescoldos. Arrimó un poco más la olla alta y panzuda, para que se calentara bien el agua. Las noches eran frías, y aunque ya usaba la calefacción que le habían instalado sus hijos, agradecía el calor de la bolsa de agua en los pies.

El silencio se adueñó del pueblo.

Algunos días no soportaba ese silencio. Encendía la televisión, bien alta, y buscaba películas antiguas, de cuando la gente decía cosas que ella entendía.

Pero hoy no. Ensimismada, recordaba cuando en todas las casas había gente, y las tierras de los alrededores se trabajaban y no eran, como ahora, zarzales impenetrables. Ella había criado sus 4 hijos allí, en aquella casa, y los vio marchar, uno a uno, en busca de una vida soñada, con grandes coches y días libres, sin tener que estar en los campos de sol a sol. Ninguno se quedó a llenar la casa de nietos.

Igual que sus hijos se marcharon los demás jóvenes. Con los años sólo quedaron unos pocos viejos. La escuela cerró, y la tienda. El autobús de línea dejó de pasar dos veces al día. Para poder ir a la capital tenían que ir andando al pueblo de al lado. El médico y el cura iban de vez en cuando a prestar servicio.

Algunos vecinos no aguantaron más y se fueron con sus hijos. Otros, como la tía Juana, querían morir donde habían nacido. Aunque el panadero llegara cada quince días, y el tendero cuando se acordaba, y a veces no tenía ni azúcar para el café.

Ya sólo quedaban 6 personas en el invierno. A veces venían los chicos a pasar domingos y fiestas, pero cada vez menos. El viaje era largo, el pueblo estaba en mitad de ninguna parte. Según pasaban los años se iban cortando los lazos con las raíces.

El domingo era su cumpleaños.Siempre venían sus hijos, hasta la chica, que fue a Barcelona. Preparaba cantidades de comida de toda la vida, de esa que sus hijos ya no comían y celebraban tanto.

Su hijo mayor había llamado esa tarde. No iban a ir, estaba lejos, hacía frío. Le decía que ya era mayor, que no tenía edad para vivir sola, que se fuera con ellos. A su casa minúscula, donde dormiría en un cuarto pequeño, con pocas cosas, porque en un mes o dos tendría que ir a casa de otro hijo, y dormir en un sofá. Dejar su casa, sus recuerdos, su aire limpio y sus paseos por el campo con su perrillo y su garrota, su libertad, por tranquilizar la mala conciencia de sus hijos.

Se levantó despacio de su silla, llenó su bolsa de agua para los pies, y deliberadamente arrimó las patatas a las últimas brasas. Seguida de su perrillo, se fue a la cama, mientras las patatas se quemaban sin remedio.

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