Luna de miel en Río

Luna de miel en Río

Marta Alía Frade

16/11/2018

Habíamos tardado en llegar a Río: la carretera se descolgaba en curvas imposibles peligrosamente hacia el precipicio. Contuvimos la respiración hasta el fondo del valle; tras el terrorífico descenso, subimos hacia unos montes pelados y desiertos. Hasta que apareció un letrero, Ayuntamiento de Río, y luego otro: Cerniza… Sonoro topónimo, con sus dos zetas, tan parecido a ceniza, que en cierto modo evocaba sus cenicientas cubiertas de pizarra, y también, por qué no decirlo, su innegable decadencia.

Avanzamos por la única calle hacia el centro del pueblo. Edificios sin terminar, sin ventanas, nos observaban como calaveras desde sus cuencas vacías. Las lápidas de este singular cementerio eran carteles de “Se vende” remitiendo a teléfonos de Barcelona.

Pasó un coche con cuatro jóvenes e hizo sonar el claxon, saludándonos; como se saludan los compatriotas en un país extranjero, como se saludan los animales de una misma especie… Una extraña especie extranjera en extinción. Conducían con vehemencia suicida, como si no se sintieran con derecho a vivir en aquel país de ancianos.

El polideportivo, también abandonado. El pavimento levantado, sin puerta, las ventanas rotas. Debajo de la portería sin red había un contenedor; en un lateral, una escombrera. Un poco más arriba, un esqueleto de hormigón que emergía desnudo entre la maleza nos contemplaba inquietantemente.

Tras pasar Mouruás, la carretera descendía de nuevo hacia otro valle profundo, pasando de la desolación infinita a la belleza infinita. Un cañón poblado de castaños centenarios nos aguardaba, nos hizo detenernos por enésima vez, empaparnos de aquel paisaje de hermosura nostálgica y doliente. Porque ya nadie vivía en la minúscula aldea junto al mirador, Ponte Navea, tres casas tradicionales que parecían querer desaparecer, confundirse en su ruina pintoresca con la impresionante naturaleza que las rodeaba.

Recuerdo nuestras últimas fotos, colgados en aquel abismo sobre el río Navea, con aquel mar caducifolio a nuestros pies, aquella inmensa alfombra de hojarasca.

Recuerdo que su pelo tenía el mismo color cobrizo que aquellos árboles dormidos, ajenos a la llegada de la primavera, castigados por un invierno particularmente seco.

Al asomarme se me engancharon los tacones en la rejilla del mirador. Me atrapó literalmente aquel barranco suicida.

Le perdí por volver a casa aquel día, por hacerle subir corriendo al coche, qué haces sacándote una foto, mira qué hora es, está anocheciendo.

Él no volverá al perenne ocaso invernal de Río.

Sí volverán a mis manos las fotos de Río; y yo me consumiré al pronunciar de nuevo aquellos nombres, Cerniza, Mouruás, Ponte Navea, donde la belleza duele, donde los recuerdos matan, donde los jóvenes pasan de largo a toda velocidad, donde la vegetación sepulta la dureza de existencias olvidadas, donde la agonía sobrecoge por su belleza, donde abril es otoño y a mediodía atardece, donde el silencio se escucha y la soledad acompaña, los ecos callan y las ausencias gritan, donde tuvimos nuestra luna de miel crepuscular, donde lo quise más que nunca.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS