Fíjense ustedes en lo curioso del caso, que con todo lo malo que tiene la soledad, una no sólo termina por acostumbrarse a ella, sino que además termina estimándola. Y no piensen que estoy loca, servidora aún tiene muy bien asentados los cimientos e intacta la azotea. Lo que sucede con mi relación con la soledad es que es previsible, una aprende a conocerla, a acomodarse en su quietud y a prepararse para la tempestad cuando siente que los vientos cambian de dirección. Sin embargo, eso no sucede con las personas. Vean mi historia sino;
Yo, construida orgullosamente por las manos de mi primer dueño, erigida en piedra para salvaguardar a mi familia de cualquier inclemencia, yo, que en mis entrañas albergaba los frutos de su esfuerzo, su sustento y daba cobijo a sus lamentos, manteniendo fuera de mis puertas sus miedos, yo, fui abandonada después de más de un siglo de prestar fielmente mis servicios como morada, en apenas unos pocos años.
Asumí con resignación los hechos, aunque jamas comprendí como podían preferir despertarse con la estridencia de un despertador a hacerlo con el canto de un gallo e ir corriendo de aquí para allá sin detenerse a saborear el matiz de felicidad que tiene quien es dueño de sí mismo.
Las casas no podemos hablar, pero sí transmitir sentimientos, al igual que también somos capaces de percibir los sentimientos de quienes nos habitan, ¿saben? Y en cierto modo eso constituye un lenguaje. El lenguaje de mi aldea es de piedra y madera, humilde, pero tremendamente rico en historias y leyendas. ¿Como iba a ser sino en Galicia?
Las piedras que conforman mis cimientos fueron traídas de la vera del río que regaba los campos que hace ya tiempo reclamó el monte como parte de sus dominios cubriéndolos de zarzales y maleza. Llámenme supersticiosa si ustedes quieren, pero a pesar de llevar tantos años deshabitada siempre creí en el poder de ésta tierra. A ése poder aquí lo llamamos “Morriña”.
Por él volvían aquellos que marchaban a hacer las américas o a trabajar en las industrias de Europa, trayendo consigo su ilusión y sus ganancias, las cuales en buena medida invertían en engalanarnos con muebles nuevos, o en modernizarnos con suministros eléctricos o agua corriente.
Pero el poder de la morriña reside en la unión de la persona con la tierra, y en el mundo actual eso es cada vez más difícil.
Por eso comprendí lo afortunada que era en el mismo momento en que su voz resonó de nuevo entre mis paredes. Aquella niña que había sido arrastrada a la ciudad por unos padres que ansiaban un “futuro mejor” para ella, había regresado con cabellos plateados contándole a la hija que la acompañaba como pensaba convertirme en un hotel rural de primera categoría aprovechando el turismo de los cercanos Cañones del Sil.
Aquel día me abandoné al calor de su compañía, la octava hoguera que se encendía en la fría soledad de un pueblo casi olvidado.
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