Un camino en la nieve

Un camino en la nieve

Con frecuencia veía chicas que le gustaban. Le parecían guapas, creía adivinar en ellas algo especial, y se engañaba suponiendo que podían encajar. Inmediatamente se imaginaba en su compañía en multitud de situaciones. Acompañando a sus padres, los de ellas, en alguna celebración familiar. En una cena con amigos. Viajando, cocinando o discutiendo sobre dónde vivir. Cuantas más circunstancias imaginaba, más incómodo se sentía con ellas. Y dejaban de gustarle, como si hubiera desgastado la relación en esos frenéticos minutos de ensueño. Imaginó tantas veces, que ya no quedó ninguna que inspirara sus conjeturas. Se sintió rebosante de resentimiento, tanto hacia sí mismo como hacia ellas, al menos tal y como él las sospechaba. Todos los demás eran cómplices o absolutos extraños. La necesidad de empezar de nuevo, de no decepcionarse, de dejar de pensar en dar el paso que hasta entonces no había dado, llegó naturalmente. Fue la primera vez en su vida en que no tuvo que hacerse trampas para tomar una decisión. Por eso decidió irse a vivir a aquel pueblo fantasma. Se fue sin más. Sin mirar atrás para no acrecentar su ira pues en el mundo que dejaba no tenía ninguna influencia.

Se habituó con rapidez a la nueva situación. Se dio cuenta enseguida de que caminando por aquellas calles rotas y vacías todo despertaba su interés y nada dejaba de gustarle. Hasta el miedo que pasaba algunas noches al saberse solo le agradaba. Ni los adoquines espejados, ni las casas deshabitadas, ni las huertas asilvestradas, ni las puertas que una vez estuvieron abiertas, ni la nieve sin limpiar, le decepcionaban. Hasta que llegó un segundo habitante. Se alejó de ella tanto como se acercó de nuevo a su propia imaginación. Una de las puertas ya no permaneció cerrada. Desde esa entrada prostituida, una camino limpio de nieve condujo a un pequeño huerto cada vez más cuidado. Dejó de sentir miedo por las noches a pesar de que la intrusa vivía al otro extremo del pueblo, o quizás por eso. Se obstinó en no dirigirle la palabra ignorando los esfuerzos de la extraña por entablar contacto. Unas semanas después los caminos que ambos habían abierto en la nieve dejaron de ir en paralelo. Ésta se había derretido. Aquella absurda calma del invierno dio paso a una primavera de acres incertidumbres. Y como quiso alcanzar alguna certeza dio por fin el paso. No imaginó nada porque no había nadie más. Y al comenzar a hablar, la chica no pudo intuir duda alguna en él. Hasta que llegó un tercer poblador. Y tras este, un cuarto. Y después, un quinto. Al comenzar el verano la aldea bulló de actividad. Logró resistir hasta que comprobó lleno de ira que empezaban a comunicarse con ella. El primer día de otoño dejó la aldea para regresar a la ciudad vacía. Al entrar se cruzó con una anciana que la abandonaba.

– ¿Queda alguien?- preguntó.

– No, soy la última.

– ¿Y a dónde va?

– Vuelvo al pueblo.

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