En los vericuetos de mi memoria se alojaba casi inadvertida una canción. Un aviso comercial en la televisión despertó en mí recuerdos de hace décadas, de cuando la aguja rayaba suavemente el negro vinilo y el tocadiscos cobraba vida. El viaje imaginario me llevó a recorrer en mi mente las calles de mi antiguo barrio, con sus pequeños comercios, con sus rostros conocidos y con su monotonía apacible. Recordé los anchos y largos pasadizos del antiguo edificio en el que viví mis primeros años. Con los pisos revestidos de grandes rombos negros embebidos en un fondo blanco salpicado de manchas grises. Era de aquellos que tenían escaleras cubiertas de mármol en la entrada, y en los que el eco de cada paso retumbaba por las amplias escaleras y por los oscuros pasillos hasta el último rincón.
¿Dónde quedaron los vecinos? Estelita, la eterna novia que vivía frente a nosotros, era muy mayor cuando yo era niño. Carola, la española también con más de sesenta, vivía con su esposo en el tercer piso. Igualmente nuestros amables vecinos de balcón (con el suyo justo frente al nuestro), con el correr de los años fueron muriendo uno por uno hasta dejar deshabitado el departamento. La viuda del pintor (curiosamente de apellido Cuadros) de seguro el tiempo también la alcanzó. Los italianos también se fueron, con Calorgio incluido. Ninguno está allí ahora. El alma del lugar, la gente que vivía allí, ya no está. Sólo quedan los huesos. El edificio yace pétreo en medio de aquellas calles, ahora habitado por otras gentes, albergando nuevas esperanzas, nuevos gritos y pesares, nuevos cumpleaños y navidades, nuevas costumbres. Completamente ajeno del tiempo, impasible y, a su modo, imperecedero.
Es algo inquietante navegar en tus recuerdos sabiendo que tu estabilidad es capaz de zozobrar si no tienes cuidado en evitar las más tormentosas aguas. Por eso fue curioso encontrarlo pintado de azul (otrora granate), tal vez como representando aquél mar de recuerdos que guardo en un pequeño y apretado lugar dentro de mi memoria. Esa tarde, hace unos cuatro años quizá, tuve que recorrer esas mismas calles. Me habían dejado a medio camino de mi casa y debía encontrar un sitio adecuado en donde tomar un taxi. Hacía mucho tiempo que no caminaba por allí así que mi nostalgia y curiosidad unieron fuerzas para empujarme a visitar las afueras del edificio. Pero para mi sorpresa encontré prostitutas que estaban caminando orondas sólo a unos metros de la puerta de fierro. Sus rejas entrecruzadas y adornadas por pequeñas pirámides de bronce me miraban enojadas, como si alguna de mis ancianas vecinas de la época alzara la voz enardecida por semejante acontecimiento. «¡No a la vista de todos, no en mi barrio!», me decía una voz. En ese momento no quise mirar más a mi alrededor. No quise entenderlo o simplemente no podía. Entonces decidí aferrarme al presente y continuar hasta la siguiente esquina. Al abordar el taxi pude ver cómo, poco a poco, el edificio se alejaba de mí.
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