La impresión que tuve al divisar el pueblo por la ventana del autobús, chocó con mis recuerdos. Regresaba al lugar de mi niñez ocho años después, hecho adolescente, pronto a cumplir la mayoría de edad, con la ilusión de reencontrarme con la familia, los amigos y con aquellos sitios que enmarcaban los sucesos más importantes de mi infancia. Sin embargo, ahora desconocía todo lo que registraban mis ojos.
Me sentí ajeno al bajarme del autobús. Mientras avanzaba lentamente arrastrando mi maleta hacia la que entonces era mi casa, confirmaba las premisas que había formulado cuando estaba en el bus: las calles eran más reducidas y desgastadas, ya no tenían las risas ni los gritos de los juegos, ahora solo mostraban soledad y apatía; las casas también eran más pequeñas, deshabitadas, tristes. Sí, el pueblo se había minimizado, únicamente la temperatura se había expandido ¿cómo eso había podido ocurrir en tan poco tiempo?
Al llegar a la casa, mi abuela me recibió con un abrazo que condensaba todos los abrazos que no me había dado en mis ocho años de ausencia; no le importó mi sudor ni que tuviera dos días sin bañarme, solo quería hacerme saber que estaba encantada de verme. También la abracé. Pero dentro de la felicidad del reencuentro, se escondía una tristeza: aquella mujer inmensa que me arropaba y protegía con sus brazos, ahora casi se desaparecía entre los míos.
Me adentré a la casa y avancé hasta el traspatio. Lloré en silencio mientras me contemplaba a mí mismo corriendo de un lado a otro creando mi finca repleta de vacas hechas de totumo, jugando a los carritos, al ladrón y el policía, a los vaqueros… Detuve mis recuerdos en la caballeriza: ella ya no existía, como tampoco existían los caballos ni los mulos, ni lo burros que me hicieron creerme un jinete del lejano oeste; el patio también era mínimo, no estaba el guayabo, ni el guásimo, ni nada de lo que antes me convertía en emperador.
Mi abuelo salió del bañó y me encontró detenido en medio del patio secándome las lágrimas mientras contemplaba el espacio donde anteriormente estaba la caballeriza. Él también…
Hice todo lo que pude, pero fue inevitable. Dijo antes de abrazarme y darme la bienvenida.
Luego del agasajo de recibimiento, de bañarme, comer y ponerme al tanto de los encuentros y desencuentros familiares, decidí hacer un recorrido por el pueblo. Mi estadía solo sería por un par de semanas y debía aprovechar cada instante para visitar a mis amigos y al resto de mi familia.
Dos horas después, regresé a la casa nostálgico y melancólico: todos mis amigos y primos contemporáneos, incluso los primos menores que yo, se habían marchado a la ciudad en busca de oportunidades. Mi pueblo estaba muriendo. La instalación del gas directo, Internet y el agua no habían logrado reanimarlo; moriría en cuanto falleciera el último anciano. Me tiré en la cama pensando si yo, luego de la muerte de mis abuelos, volvería a visitarlo.
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