El coche retomó su camino hasta que desapareció, bordeando una pequeña colina en la que todavía resistían algunos campos cultivados. En el lado opuesto, encajado a escasos metros por debajo del camino, se dibujaba un río de poco caudal, de agua clara y gris, tintada por la tierra y los guijarros del fondo. En él, se arremolinaban pequeños peces marrones que, llevados por la suave corriente, levantaban una fina neblina de arena y grava.
Contemplé reflexivo el pueblo que se mostraba ante mis ojos. El camino desembocaba en la plaza principal, presidida en su centro por un grueso y caduco árbol, bajo el que se extendía un empedrado que los años habían quebrado y descompuesto. En el lado más cercano, se levantaba una llamativa casa, pintada de rosa, amarillo y un verde lívido con detalles barrocos. Entre los balcones y sobre la puerta, que se elevaba encima de una pequeña pero ancha escalera de piedra, resaltaba una pintura de dos ángeles tocando un instrumento a los lados de un emblema coronado. El edificio contiguo, mucho más grande, estaba pintado de una forma similar, y el conjunto confería al lugar una apariencia peculiar. Al otro extremo de la plaza se encontraba el santuario. Medía al menos catorce metros desde la base hasta el punto más alto. Su superficie era muy lisa y simple. Los bloques de piedra amarillentos estaban muy bien unidos a pesar del tiempo y transmitía un aspecto de buena conservación. Tenía una gran bóveda, una figura de la Virgen en el centro sobre el portón y dos torres a los laterales con sendas campanas, que tenían la apariencia de no haber doblado en muchos años.
Y es que, según pude comprobar, únicamente vivían allí dos personas. Y gatos. Un gran número de ellos. A mi llegada conté once tan solo en la plaza. Se trataba de un matrimonio algo mayor, que decidió permanecer allí y cuidar del pueblo y de la iglesia a pesar que todos los demás partieron. En otros tiempos habitaron estas casas en torno a cincuenta personas, de las cuales veintiséis fallecieron en una trágica riada. Ella pastoreaba las ovejas y las cabras y él trabajaba la tierra. Las únicas visitas que recibían eran las de los atrevidos senderistas durante los fines de semana festivos y algún curioso como yo. Por unos instantes reflexioné en la ínfima comunicación que tendrían con el mundo y, especialmente, con su familia. Pero sin embargo, sonreían. Estaban en casa.
Di unos cuantos pasos más, sudando al sol, entre casas de torturadas piedras. Antes de marcharme, me aproximé a un gato que tenía cerca, pero su lomo blanquinegro condescendió la caricia de mi mano y trotó suavemente hasta los pies de la mujer, que continuaba sonriendo. Ya de espaldas a la plaza, leí en una gastada pared una inscripción que decía: «Todos los hijos ausentes de esta bendita tierra pensamos más de mil veces en la Virgen de la Estrella. Esperamos ansiosos el último domingo de Mayo». Entonces, sonreí yo.
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