– ¡El nuevo, cierra la ventana!

El nuevo se levanta despacio, empuja con una rodilla su silla y da dos pasos a su derecha. Se para un segundo antes de acatar la orden, mirando a lo lejos el bosque de chimeneas de las fábricas que dibujan su recién estrenado horizonte. Aspira prudente la brisa de septiembre y nota como la ciudad se va apoderando de su cuerpo, entrando por sus pulmones partículas extrañas y por sus oídos la ciudad motorizada. Suspira, cierra y vuelve a sentarse.

– Sacad los libros de geografía, página 12. Hoy hablaremos de la despoblación. ¿Alguien sabe qué es?

Los muchachos, unos treinta varones en pantalones cortos azules, camisa blanca y pelo domesticado por unos ungüentos implacables, se miran de reojo arqueando la ceja. Qué querrá decir Don Clemente… Qué palabra es esa… En la primera fila, se alza una mano tímida y blanca.

– ¿Sí, Josete?

El niño se levanta para dar su respuesta y, con la espalda muy recta, da su definición:

– Es lo contrario de la población ­-contesta con voz tenue, pero con cierto toque de orgullo.

La mirada de Don Clemente, a pesar de la chispa de luz que le acaba de encender la respuesta del chico, le anima a proseguir su razonamiento…

– Entonces, si es lo contrario de la población, ¿qué es?

– Es cuando quitan lo que está construido porque ya está muy viejo, lo derruyen todo y luego ponen en su sitio fábricas y casas para sus empleados. Lo que hicieron en el barrio San José.

Parece que el razonamiento del chico convence a buena parte de la audiencia: las cabezas empiezan a asentir. Buena estrategia esa que consiste en apoyar al más sabio de la clase, aunque éste aun es muy joven, se equivoca pocas veces…

– ¿Y los demás? ¿Qué opináis?

El silencio que rodea la pregunta se le está empezando a hacer insoportable al nuevo. Ya le zumban los oídos de tanta ignorancia ajena. Intenta mirar fijamente sus manos morenas, ásperas y fuertes para no cruzar la mirada de Don Clemente. No aguanta más. Alza la vista. No hay vuelta atrás. Se levanta como un diablillo con muelle proyectado fuera de su caja, y con el rostro súbitamente blanco y la mirada dura, empieza con tono enfadado:

– No tenéis ni idea, palurdos, que sois unos palurdos. La despoblación es lo que te obliga a irte de tu casa, lo que les llevó a mis padres a la fábrica, lo que hace que me asfixie respirando vuestro aire de mierda y lo que dejó el patio de mi cole cerrado para siempre.

Ya brotan dos regueros de sus ojos oscuros y van cayendo lágrimas de forma continúa a su camisa. Empieza a sollozar. Se le entrecorta la respiración, pero antes de dejarse caer en su silla, lanza con voz ronca:

– ¡Sí que la despoblación destruye, pero no vuestras ciudades, destruye vidas, imbéciles!

Era septiembre de 1962. Arrancó así mi padre el curso.

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