Algo de mi se va muriendo

Algo de mi se va muriendo

La voz de Bob Seger y la melancólica melodía de Against the wind, eran perfectas para musicar el paisaje que le rodeaba mientras conducía por las intrincadas carreteras de la tierra que le vio nacer y que no había vuelto a transitar desde su niñez.

Tras la muerte de su padre afloraron viejos recuerdos. Decidido a no dejarlos caer en el olvido, se había propuesto rememorar de primera mano las excursiones dominicales donde se perdían por los más recónditos rincones de la tierra que abandonó hacía mucho tiempo.

Uno de los lugares que se convirtió en habitual lo bautizaron como la encina, por el enorme árbol que solitario vigilaba soberbio los extensos viñedos de aquella parte de la geografía riojana

Relajado tras el volante, mecido por la música, veía esos viñedos que como alfombras interminables se extendían a ambos lados de la carretera y terminaban donde no alcanzaba la vista, interrumpiendo su verde dominio el campanario de alguna iglesia que hace tiempo dejó aparcado su protagonismo en favor de las modernas bodegas que se disputaban no solo la excelencia de sus caldos, sino la admiración de sus edificios.

El GPS le indicó que se desviara a la derecha. Puso el intermitente y una serpenteante carretera mal asfaltada, llena de socavones, le hizo retroceder en el tiempo, y su mente recuperó las imágenes de su niñez.

Altiva como entonces, la gigantesca encina que tantos domingos les acogió y ofreció su sombra en las sofocantes jornadas estivales permanecía impasible a pesar de los años y parecía darle la bienvenida.

Después de comer, paseando, se acercaban al pueblo que siguiendo el curso del río les recibía calmado, sin prisa. Con sus gentes sentadas en los zaguanes, a cobijo de los implacables rayos de un sol de justicia.

Navalera, se le apareció más pequeño de lo que recordaba.

Ahora no había abuelos sentados a la puerta de sus casas. Ni perros esqueléticos paseando por sus calles. Ni niños cuyas risas amortiguaban el cantar de las cigarras. Condujo despacio por las estrechas calles adoquinadas, entre casas de piedra en cuyas ventanas ya no había geranios ni ropa tendida.

La fuente de la plaza, la de los Tres Caños, lucía abandonada, sin agua, sin vida. Detuvo el coche frente al bar Macario cuyo rótulo descolorido por el sol ensombreció sus recuerdos. Las Coca-Colas y Fantas de naranja que había bebido en ese bar, mientras su padre tomaba un carajillo y fumaba un Farias aportando su porción de humo a la espesa nube que inundaba el local y que en forma de espesas volutas se elevaba de las mesas donde los hombres jugaban al mus. Bajó del coche. Levantó la vista y girando sobre sí mismo paseó la mirada por aquellos rincones que en su infancia eran sinónimo de verano, vacaciones y risas. Ahora, al verlos desiertos, muertos como lo estaba su padre sintió que sus recuerdos se desdibujaban y recordó aquella canción que tanto le gustaba a su padre, «algo de mí se va muriendo».

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