Obsesionada con las novelas de Lem, concretamente con Solaris, Leni (versión moderna de Elenita) solía caminar taciturna mirando al suelo, siempre con su libro preferido en las manos; la primera edición de Solaris, de 1961. Estaba escrito en polaco y ella no sabía hablarlo pero lo había memorizado en castellano y ya era capaz de leer el libro y saber por qué parte iba.
Era la rarita del pueblo. Pero tener un mote en un pueblo que no llegaba al centenar de habitantes no era tan especial.
-¿Dónde vas, niña? – le pregunta la Petra (dueña del único bar y fuente de noticias del pueblo)
-A la biblioteca -mentía, pues en el pueblo no había biblioteca.
-Deberías dejarte de tontadas y casarte con el tendero, que es un chico muy majico y no va a esperarte toda la vida.
Le interesaba tanto el tendero como quedarse a vivir en ese vacío, aburrido y desolado pueblo.
No había día que no pensase que ella no había nacido para estar ahí. No por la despoblación de la comarca, que cada año iba ‘in crescendo’ sino por la simpleza de quienes aún quedaban. Su cabeza vivía, hacía ya años, en esa nave espacial lanzada al espacio con el fin de determinar si en Solaris había vida o podría haberla. Pero la realidad era la que era.
En el pueblo no había más que un bar, la tienda de la Patro, en la que había un poco de todo, el edificio del viejo ayuntamiento, que ahora era una especie de hogar del jubilado, y un ciber-café que la sobrina de la Jacinta había abierto porque pensaba que la gente joven de los pueblos de alrededor lo llenaría. Y no andaba falta de razón. Entre los cafés y las clases de informática que daba por las mañanas, las horas de internet de los jóvenes por la tarde y los ciclos de cine de los fines de semana no se podía quejar.
Edea, que así se llamaba la sobrina de la Jacinta, debía su nombre a la moderna de su madre. Ella pensaba que sonaba a diosa y quería una vida mejor que la suya para su hija así que le dio un nombre único para una vida única.
Su mejor clienta era Leni, la Solarista. Por las mañanas iba allí a estudiar. Estaba haciendo un curso de marketing online. Y las tardes las pasaba chateando en mundofriki.com. No había duda de que Edea sí que llamaba su atención. Había estudiado más cursos en esos seis meses que en los últimos veinte años; tampoco tenía muchos más.
Decir que se enamoraron es de sobra evidente. Que pasó de ser la rarita a ser la lesbiana del pueblo ni qué decir. Pero que la afición al cine de Edea y los cursos de marketing de Solarista iban a llevar a un triste, solitario y abandonado pueblo de la España profunda a ser conocido por su festival de cine femenino no resultaba tan obvio de predecir.
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