En homenaje a José Iranzo y su nieto…


En un lugar completamente olvidado por la moderna España, como todas las tardes, lo está esperando sentada en la puerta de su casa. Se distrae viendo el rojizo atardecer sobre las montañas del Pirineo. El otoño ya ha teñido las hojas de amarillo. Muchas, arrojadas por el cierzo, obedecen al cruel destino de caer en el olvido.

Mira el camino por el que tantas veces lo veía aparecer, pero ya hace mucho que nadie pasa por aquí. En el pueblo ya no queda nadie y el tiempo borró las últimas huellas de los que dejaron este lugar, subiéndose al tren de las oportunidades. Solo el eco le responde con unos ladridos desgarradores.

Él se negaba a marchar. Decía que a los viejos árboles no se trasplanta. Además, tenía un cometido. Se propuso conservar vivo ese paraíso para cuando los que se marcharon, se dieran cuenta de que su lugar estaba allí, en el pueblo. Se levantaba al amanecer, abría todas las ventanas de su casa independientemente del frío que hiciera y se disponía a hacer sus quehaceres. Por la tarde encendía el fogón y se acomodaba en su desgastada butaca. Ella se tumbaba a sus pies mientras el humo de la chimenea se mezclaba con la niebla que caía sobre las calles de un pueblo fantasma.

Juntos pasaban las noches esperando la llegada de un nuevo día, pero las cosas no resultaban sencillas. Cuando la nieve cubrió con su blanco manto todo el alrededor, Francisco enfermó. Luchó cuanto pudo contra el frío y la escasez del alimento, pero sus fuerzas flaqueaban cada vez más, hasta que la tragedia de la despoblación le arrebató su último aliento.

Pasaron varias semanas hasta que la nieve cedió. Vinieron unos turistas rompiendo el silencio desolador que allí reinaba y no podían creer lo que vieron. Entre las casas en ruinas había una con la puerta abierta de par en par. Dentro una perra vigilando el cuerpo sin vida de un viejo.

Después del entierro se la intentaron llevar, pero no había fuerza que la pudiera separar de su tierra. Francisco le había dejado un legado. Mientras ella estuviera allí, este lugar seguiría con vida.

Ya ha pasado casi un año desde que Francisco no está. Aunque sabe que él no va a volver, Laica lo sigue esperando como lo había hecho toda su vida. El camino está empezando a desaparecer en la oscuridad de la noche, pero algo la retiene. Unos susurros de hojas arrastradas por unos pies agotados despiertan sus oídos.

A lo lejos ve acercarse un grupo de personas. Vienen andando, cargados de maletas llenas de desilusiones. ¿Vienen a quedarse? Eso parece. Al final en aquel mundo moderno no hay sitio para todos. Se levanta moviendo alegremente la cola y va corriendo a darles la bienvenida. No les avala ningún título de propiedad sino las ganas de vivir y de quedarse. Para Laica es suficiente.

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