Ya hace rato que es de noche. Todas ellas están muy atentas. Algunas susurran rezos, aunque sepan que ya es tarde para el milagro que piden; otras, con manos monótonas recorren cada cuenta, cada misterio de rosarios portadores de esperanzas vanas.
Un susurro que viene desde muy lejos progresa a medida que se aproxima. En seguida el suelo comienza a vibrar con suavidad, pero con una constancia que va en ascenso.
De a poco el susurro se hace más alto, se convierte en rugido, y una luz creciente avisa que viene muy rápido. El rugido muta en estrépito que inquieta. La tierra tiembla con fuerza. Ya está acá, ilumina y encandila al grupo de mujeres durante un instante. Un bramido amenazante del mastodonte de hierro se suma al estruendo de su paso veloz. Las envuelve como un vendaval, la tierra se estremece, la estabilidad de ellas vacila. No las toma de sorpresa, lo han estado esperando. El eterno momento dura tan solo diez segundos.
Luego, luces y ruidos se alejan pegados al tren que, puntual como siempre, sigue su marcha sin detenerse en la estación del pequeño pueblo.
Como cada noche, los cuerpos se sosiegan y las miradas tristes siguen por un momento las luces que se alejan llevándose esperanzas perdidas; y como cada noche, los espíritus de esas madres, esposas y novias suman más dolor de ausencia. Es que ningún pasajero ha solicitado apearse en la estación tampoco hoy. Ninguno de sus soldados lo hizo, y ya van dos años de guerra.
Parten silenciosas, cargando sus desconsuelos y rogando que mañana sea diferente; aunque cada día lo crean un poco menos.
Esa noche, algunas todavía tendrán que ayudar con las maletas al hijo, al esposo, al hermano para el tren de la mañana; el de ida, el que se lleva los hombres al frente. El de la noche sigue sin regresarlos.
La guerra crece, el pueblo se va achicando.
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