Violentaron mis entrañas y no fue uno, fueron muchos los que sin piedad me invadieron hasta dejarme sin un rinconcito donde guardar el recuerdo de lo que algún día fuera. No conocía mis agresores, ni siquiera imaginaba su existencia, simplemente se apoderaron de mi condición en un lugar donde no había ley. Estaba invalidada, sola, desprotegida y enferma. Las heridas eran mayúsculas, profundas pese a la imponencia que físicamente me caracterizaba, la realidad me hacia frágil aunque en vano intentara mantenerme en pie. No sé si era bondad propia de mi naturaleza afable o si era resignación pero, poco a poco dejé que me irrumpieran, que arrebataran de mi seno uno a uno esos hijitos que no habían terminado de crecer, muchos de ellos ni siquiera nacieron porque su poderío y su ambición les cegó su existencia. No había lugar para ellos en este mundo.

Sufrí en silencio por muchos años, siglos tal vez. Pero tuve que dejar mi dolor en el cajón del olvido y seguir observando con desgarro e impotencia lo que fuera mi destino. Callaba porque sabía que tarde o temprano, la justicia divina o terrenal haría su trabajo y fue así; sin darme cuenta, ya estaba habitada y sobre habitada por almas que se reproducían como conejos en su afán de darle continuidad a sus apellidos y abolengos. Sin darme cuenta era el epicentro mismo de la opulencia, de la avaricia. Era otra, el destino a fuerza me había convertido en lo que yo nunca quise ser, vestida de oro y de pecado, de dinero mal habido y con un linaje que rozaba la sevicia.

Pero ahí estaba él, ese gigante blanco que nunca despegó su mirada de mi dorso abusado, vulnerado, roto; pero livianamente erguido para no esfumar el último suspiro de esperanza. Había llegado el momento de ponerle fin a tanta infamia; sus tuétanos así como los míos, estaban asfixiados de tragarse la vileza que observaba con desgarro y con soberbia allá desde su honrosa morada, donde la desgracia aún no había penetrado. Yo no estaba sola, tenía a mis espaldas un protector decidido a bajarle los humos a la iniquidad que me arropaba. El día se volvió noche y la furia que amputaba la conciencia, descargó su ira sobre los que agobiaban mi existencia, una a una cada cicatriz reclamaba la justicia que por tanto tiempo había sido negada mientras tanto yo, miraba con asombro cómo se desprendía de mi cuerpo cada pedazo de pasado prostituido y deshonrado por la impiedad y la vergüenza. Uno a uno iban cayendo al piso como fichas de dominó; dejando su lugar en este mundo. No tuvieron tiempo de reparar sus errores, ni siquiera de reconocer su falta, nunca quisieron escuchar los gritos de mis entrañas que pedían un poco de piedad y de cordura. El gigante blanco los había exterminado, me había devuelto lo que nunca dejaron que fuera mío, no tuve tiempo de decirles que el precio de la codicia, casi siempre será la muerte.

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