Vendremos. Llegaremos a llenar las ciudades de prisas. Pasearemos los grandes centros comerciales como alamedas hilvanadas a nuestras necesidades de tener. De tener más y mejor. Iremos desgajando los años. En los inviernos cubriremos nuestro cuerpo con pieles de animales muertos lejos de nuestra culpabilidad y sobre nuestras cabezas bienpensantes desplegaremos colores plásticos vitales sobre los que la lluvia rodará con alegría ruidosa. En los veranos andaremos con la angustia en los pasos buscando máquinas que nos refresquen la garganta con saborizantes, uno por ciento de frutas transgénicas, en excipientes gaseosos color de referencia fiel a la realidad presentida. En primavera escucharemos los llantos de los pájaros encarcelados en los parques que custodian los árboles municipales. En otoño, esperaremos que deje de gritar el viento y nos conmoveremos al contemplar el vuelo de una hojita amarilla entre intrépida y díscola que huyó del parque aquel. Comeremos sucedáneos de, hidrataremos nuestro cuerpo con pringues artificialmente naturales, pisaremos superficies antideslizantes y pulcramente desinfectadas en las madrugadas mientras los chicles y los pasos perdidos se negarán a abandonarlas. Durante doce meses, saldremos a los balcones de los pisos más altos habitados para mirar el cielo más de cerca. Imaginaremos el blanco de la luna detrás del gris maloliente de la contaminación. Seremos ciudadanos que progresan entre ascensores, smartphones y cuentas bancarias, esperando días señalados en rojo para correr en busca de la libertad.

Atrás habrán quedado vestidos de nostalgia, los cielos negros preñados de estrellas, la luna viajera vestida de luz, la silueta de los cerros rompiendo el horizonte, los pájaros trazando negros arcos en azules sin grietas de cemento, las hojas de los árboles dueñas del aire que envuelve sus ramas, el agua de los ríos susurrando, la tierra de los caminos resoplando, el viento meciendo los trigales, el olor a lavanda adornando las cunetas, a estiércol alimentando los sembrados, las calles con sus vecinos en busca del pan recién horneado, las voces que rompen la mañana y visten de convivencia las esquinas, los gatos y los perros, luego, las siestas y las horas calladas. Las prisas desterradas. Los meses deslizándose pausados por las cuatro estaciones.

Vendremos con las manos llenas de ganas de progreso y, habrá un momento, al borde de un semáforo, en la impaciencia de las horas puntas, en el aullido de sirenas de policía o de ambulancia, entre los grumos de la hamburguesa procesada, en la rabia del dedo gordo del pie después de un pisotón de no se sabe bien quién de esa gran mole que anda a nuestros costados, habrá, llegará ese momento, en que nos sintamos pequeños granos de una masa movediza que pretende llegar donde alguien dijo que habita la felicidad.

Barajando esperanzas y fracasos, tenemos la certeza de que fuera, en la frontera de estos sueños rotos, siguen existiendo caminos que llevan a ninguna parte, que acarician los pasos capaces de andar por el placer de andar, mientras aprendemos a vivir sin urgencias y renovamos nuestro concepto de felicidad.

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