Juana de Arco no murió en Rouen, en 1431. Ella, de la mano del hombre y del arte, encontró la inmortalidad en el acero y la piedra. Sobre un pedestal, era venerada, respetada y visitada a pocos metros de la Catedral de Reims, una ciudad llena de vida, una de las joyas del otrora reino, imperio y de la actual Tercera República.

Ahí se encontraba ella, en plena plaza Cardinal-Luçon, valiente y vigorosa, montada a caballo, guiando a los ejércitos en la defensa del reino en contra de los ingleses. Recordaba haberlos expulsado de ahí, en vida, con orgullo. Jamás esperó verlos desde lo alto, codo con codo con sus compatriotas.

Ignominiosa comunión, que se consumaría un fatídico día de septiembre, cuando la lluvia colmaría la ciudad con metal y fuego. Su mentalidad medieval le impedía comprender esa escena apocalíptica tan cruel, tan sencilla.

Ya nadie se tomaba el tiempo de ir a verla, de admirarla. Todos huían de la bella ciudad.

Muros caen. Raíces de sangre se arraigan.

Su caballo permanece inerte, inútil, impávido, desobediente. Su espada carece de filo, sin poder, sin divinidad. Su diestra no responde a sus designios, no acude al llamado del deber. La fatalidad escultórica le prohíbe defender a los suyos, quienes lloran al pasar frente a la Santa, sin persignarse al encontrarse con la Catedral. El temor a Dios había desaparecido, al igual que la felicidad y la reverencia.

La mártir, poco a poco, se fue quedando sola, sin que nadie la defendiera del horror y la debacle. ¿Merecía ella protección, cuando ella era incapaz de proporcionarla? Su corazón de acero se ablandaba, clamando por misericordia, atemorizada por los obuses germanos, irritada por su pasividad, angustiada por su soledad.

A lo mejor, pensaba la Doncella de Orléans, su maciza complexión, su artística inmortalidad la aislarían de todo daño.

Triste consuelo aquel, porque todo lo que existe, inevitablemente, termina por destruirse.

Lo comprendió tan pronto una bomba le arrebató una mano. ¿De qué sirve vivir quinientos años si, eventualmente, no hay garantías de la vida eterna?

De pronto, mientras la Santa de Acero se lamentaba y lloraba su pérdida, era rodeada por hombres presurosos. No comprendía nada. Estaba ciega.

Flotaba.

El manto fue retirado, para verse inmersa en las tinieblas de unas catacumbas. Dios la había escuchado, le había brindado refugio, y le había restaurado la esperanza. Al fin y al cabo, los franceses no la habían olvidado.

Largos años pasó Juana de Arco en la soledad de la Catedral, mientras oía sobre su cabeza los sangrientos combates de los hombres. Agradecía no ser testigo de la Gran Guerra.

En 1918 Juana de Arco emergió al mundo desgarrado, a una ciudad desolada, vacía, muerta. Apenas unos cuantos habían sobrevivido. Otros no pudieron volver. Las avenidas antes rebosantes estaban desiertas.

Ya nadie la volvería a ver. A nadie podría proteger. Firme y estoica, blandiendo su mano fantasma, resguardaría un magnífico cementerio, símbolo de su triste fracaso.

Allí espera, paciente, que la vuelvan a olvidar.

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