Entré en el salón sonriendo, como todos los días. El profesor me esperaba detrás del escritorio, con la misma expresión de siempre.
Me acerqué a mi asiento habitual y coloqué mi mochila sobre el pupitre. No miré hacia las otras sillas porque me deslumbraba el brillo proveniente de los asientos vacíos, así como me aturdía la ausencia de las voces.
— ¿Cuál es el tema de hoy, Profe? — pregunté, aunque conocía la respuesta. Tenía la esperanza de que alguna vez la rutina cambiara, que estudiáramos algo diferente al problema de la superpoblación mundial.
— El tema de hoy será un concepto de Nietzsche que es conocido como el ciclo del eterno retorno. Lo vincularemos con los conceptos que Hegel expone sobre las falsas ideas que se consideran atributos de Dios.
No pude evitar un respingo y mi expresión debió reflejar sorpresa. No estoy seguro porque era una emoción olvidada por la mente. Incluso los músculos faciales no hubieran sabido cómo responder si hubiesen llegado a ellos los impulsos cerebrales necesarios.
No podía creer que el profesor cambiara de tema: sentí que algo terrible había ocurrido y que algo mucho peor sucedería. Aquella transgresión de las normas traería consecuencias.
— Entonces … — iba a preguntar por qué no dábamos superpoblación, pero me arrepentí antes de cometer aquella torpeza. — ¿Qué libros tengo que conseguir?
— No te preocupes por eso. Todavía tengo mis apuntes.
— ¿Qué apuntes? — dije e inmediatamente comprendí que no era la pregunta correcta. Afortunadamente, el profesor hizo como si no me hubiera oído y prosiguió con su propuesta.
— Anota el título — dijo — “ Consecuencias dialécticas de la superpoblación: no lugares”.
Era lo mismo que escribía todos los días, pero no protesté. Las palabras sonaban igual, pero había una variación sutil en los significados. Tal vez era la entonación de la voz o una pronunciación demorada de las eses. O quizás era el efecto que producían en mi mente.
— Aunque este filósofo era ateo, seguramente estamos acá para que se cumpla su profecía y realizaremos una y otra vez los mismos gestos y diremos las mismas palabras. Tendremos las mismas dudas que resolveremos por medio de las mismas explicaciones. Por eso nos llamamos “pueblo blanco”, porque estamos muertos. Como el narrador de una vieja canción que describía cómo una población se iba transformando en un desierto, en uno de los laberintos del infierno.
Me di cuenta de que había en mí el recuerdo de aquellas frases que iba olvidando mientras el profesor las decía. Me pregunté cómo sería un mundo donde hubiera otras personas además de un profesor y su alumno. Llegué a la misma conclusión que no podía eludir: las multitudes de fantasmas eran lugares tan despoblados como nuestra aldea.
— El más terrible descubrimiento de Hegel, el filósofo de la conciencia desventurada, fue su prueba de que el infierno es real, pero no existe sin nosotros. — dije yo, el profesor sin alumnos.
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