Lo único que quería era silencio. Ya hacía diez años que vivía en un primer piso, en una avenida, en una gran ciudad y de a ratos deseaba haber nacido sordo.

Ya sabía las rutinas de sus vecinos. Ya sabía qué comían y a que hora. Ya sabía que días discutían y sobre qué. Hasta sabía sus programas de televisión favoritos, esos malditos programas de concursos en los que insultan a los participantes y subliminalmente a su audiencia. Su alivio era cuando la menor de ellos ponía su música, al menos tenía buen gusto. Pero él lo único que quería era silencio.

Por su avenida pasaban las procesiones. San Flavio, Santa Roxana, San quién sabe qué y cada personaje ficticio que a sus feligreses mereciera el honor de danzar al sonido anti melódico de sus himnos entre nubes de humo de inciensos rancios. El había creído, y quiso creer pero mucho más quería silencio.

Los autos. Ese constante ruido de explosiones contenidas de sus motores y el deslizar de sus llantas sobre el asfalto lo volvía loco. Alguna vez se quiso convencer sin éxito que era un sonido similar al de olas rompiendo sobre la orilla de una playa, pero así solo podía sonar una playa en el infierno. Día y noche las carrozas motorizadas hacían vibrar sus ventanas y lo hacían saltar de su cama en la noche cuando algún parrandero se anunciaba haciendo sonar su claxon como un guerrero medieval soplando un cuerno de guerra. Alguna noche desvelado salió a intentar disolverse entre la fauna nocturna, pero el solo quería silencio.

Ahora, en la noche solo susurra el viento y al despertar y mirar por sus ventanas no hay persona que contamine su vista de picos nevados. Los autos no llegan allí, ni los esquíes, ni los caballos. Todo lo que había era silencio y escuchó su propia voz hablando desde dentro.

Y al llenar su tasa de café prendía la radio. Y al servirse su almuerzo encendía su televisor. Y pasaba las tardes jugando violentos videojuegos. Y lo único que no quería era el silencio.

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