Mis ojos no alcanzaban a distinguir el horizonte nevado y el frío me hacía tiritar, a pesar de las cuatro capas de abrigo que llevaba. Cerré la puerta del coche y miré a mi alrededor. Unas cuantas casas viejas o en ruinas, un pozo, unos bancos ajados y lo que parecía haber sido un pequeño quiosco de música. Me invadió una sensación agridulce; el paisaje era desolador. Sin embargo, su belleza era muy singular: eran los resquicios de lo que había albergado generaciones de vida.
Los ojos de mi padre, inquietos y relumbrantes, reflejaban su nostalgia y tristeza por ver desintegrado el lugar donde vivió su infancia.
-Antes vivían aquí más de cien personas.- Dijo con la voz más helada que la nieve.-Ahora solo habitan estas casas un puñado de gatos…
Se iluminó mi mirada; quería encontrar a esos gatos. Así que corrí hacia una gran roca redonda, escalé todo lo alto que pude y maullé. Revisé el entorno y dejé una de mis galletas en el suelo. Al cabo de unos segundos vi como un pequeño felino escalaba para alcanzar la galleta, seguido de dos más. Me alejé para que se sintiesen seguros y llegaron más. Era cierto: la olvidada aldea estaba bajo el dominio gatuno. Decidí entregar mi segunda -y última- galleta como acto de devoción hacia los gobernantes del pueblo, y acercarme más a ellos. Les incomodaba un poco mi presencia, pero tras darles mi regalo confiaron en mi.
Subí la mirada y observé que mis padres se acercaban a una casa, precisamente la única cuyo revestimiento de pintura todavía seguía en buen estado. Para mi sorpresa, llamaron a la puerta. Salió a recibirles una figura encorvada y menuda. Me imaginé que sería la dueña de todos los felinos que vivían aquí. ¿Quién si no iba a cuidar de ellos? Era la misteriosa guardiana de la aldea y protectora de sus habitantes; seguro que era fuerte y sabia, y su casa por dentro era una cueva con montones de artilugios y armas. La curiosidad pudo conmigo y me acerqué para conocer su identidad. Pero al llegar al umbral de la vetusta casa y ver su rostro, la reconocí.
-Saluda a tu abuela, hija.- Mi madre me cogió de la mano y me condujo hasta ella. La había visto en navidad, en verano y algunas otras veces, pero siempre en Madrid. No entendía qué hacía dentro de esa casa tan fea y solitaria en ese pueblo deshabitado. -Por fin ha accedido a venir a vivir con nosotros. No se cómo has aguantado tanto tiempo aquí sola, Encarna… Esto es desolador.- Mi padre cogió su maleta y se dirigió hacia nuestro coche, y mi madre le tendió su mano a mi abuela.
Y así nos marchamos. Mi abuela era la única habitante de aquel pueblo llamado Berbusa, y la última en abandonarlo. Tras la marcha de nuestro coche solo quedó un desierto helado.
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