Poblado de muertos se había quedado el cementerio del pueblo. Cada uno de noviembre, un par de coches contaminaban las flores que dos ancianas, acompañadas por familiares más jóvenes, depositaban en la capilla del camposanto. Telas de araña, olor a cerrado, a humedad. Ellas sabían con certeza que iban a ser las últimas y que las únicas visitas que iban a recibir serían las de los cuervos.
Ambas se resistieron hasta el último momento. Una viuda sin hijos, con un carácter endurecido por las penurias de la vida, la otra solterona, con ese remango para enfrentarse a quien haga falta, pero las dos terminaron en una residencia y, es que, los sobrinos no son hijos, ni tampoco los hijos de hoy en día son como los de antaño. Sabían que serían las últimas.
Muy duro era recorrer las calles donde habían jugado en su infancia, donde habían bailado en su juventud y de donde se les había arrancado como cuando se arranca de raíz a un ciprés. Cuando eran niñas no se podían haber imaginado tan penosa estampa. Las casas, de adobe, caídas, las campanas de la iglesia ya no tañían, los campos asalvajados, la vegetación invadiéndolo todo, todo invadido por un silencio sepulcral solamente roto cada uno de noviembre con fecha de caducidad.
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