Marlac-Uj quiso para sí la próspera Alpurisi Longa y se la pidió al Gran Maruy, el Todo-Lo-Es. Este no le dijo nada porque se encontraba en trance creador, pero su aura acusó un ligero parpadeo de contrariedad. Entendió entonces el alpidio que debía esperar, y se retiró, atravesando veloz, los vapores de la Gruta Calda.

Alpurisi Longa estaba en fiestas de cebada y centeno ignorante de que era deseada.

El tenaz Marlac-Uj, como alpidio caprichoso que era, había planeado situar en aquella meseta un amplio lecho de máfíca, pues deseaba unirse a Cira-Cu, la de la etérea luz. Las brisas de aquel lugar movían con conveniencia pigmentos templados de minte, y pensó: “Sin ninguna duda esto convencerá a esa alocada”

No era usual que el Gran Maruy admitiese caprichos, porque prefería que se jugase con los estúpidos seres primates, azuzándoles y lastimándoles, pero sin estridencias. Lo que pasó es que después de ver acabada su montaña cilíndrica de dura-rara-costra, y sin tener clara su utilidad, atendió la demanda del molesto Marlac-Uj aceptándola sin más. En ese momento andaba más que fastidiado dándole vueltas a su inútil creación y no tenía ganas de discutir con su sub-ente al que no soportaba con sus ridículas inclinaciones melíferas. Le comunicó su decisión a través de un zarzagán tenue, dejándole claro que no quería bajas directas ni colaterales. Le aconsejó en este sentido que usara los métodos rastreros de Jakor-Lan, el silencioso alado.

El extraño polvillo amargo apareció en la población justo el domingo de la pólvora, causando al principio toses y estornudos que achacaron; unos al azufre; otros al venteo del heno y muchos al efecto del vinacho y el aguardiente.

Pero en las semanas siguientes el viento se paralizó, las bestias se negaron a trabajar, hincándose de patas traseras, los campos se agostaron y una fina capa de pringue salobre cubrió implacable casas, y tierras de labor.

— ¡Esto va a ser como las plagas del Egito! —, sentenció Terencio el de los Mirlos, —hablemos con don Plutarco, el cura, que alguna vigilia, novena o inciensos tendrá para remediar esto.

Pero los santos de madera no movieron ni un solo músculo, por ser de madera precisamente.

Las despensas empezaron a escasear, los animales del corral se comportaban de forma extraña (querían huir). De las Fuentes del Roquedal manaron aguas turbias y malolientes, y a los enojosos problemas de gañote se unieron generales desarreglos intestinales de incontenible urgencia.

Los vecinos se reunieron de gravedad, y a duras penas por los males que les aquejaban, decidieron emigrar hacia las Lomas del Hondo, no sin antes poner fuego al pueblo entero para evitar el contagio de lo que fuera aquello.

Cuando Marlac-Uj, el caprichoso alpidio, tuvo la meseta arrasada, comenzó a derramar sobre sus ruinas un denso sirimiri de verde máfica hasta cubrirlas por completo. Luego se materializó ante Cira-Cu y le hizo un fulgor, insinuándole el apetecible lecho.

Pero la de la etérea luz, lo merodeó, hizo un despectivo mohín y, jocosa, se esfumó.

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